Casi al final de uno de los callejones más extensos del pueblo, entre los parrales secos de una finca, se enclava un galpón que no solo resguarda sillas, mesas, juegos infantiles, camas y otros muebles de caño: es también el refugio de varias mamás que encuentran allí trabajo y contención.
La supermamá y dueña del emprendimiento es Reina Díaz. Tiene 46 años, cuatro hijos y se la nota feliz de estar al mando de “El Gran Soldador”, una pequeña empresa familiar dedicada a la fabricación y venta de mobiliario de metal que actualmente tiene cinco empleados, cuatro de ellas mujeres y tres que son mamás, un gesto alejado del mundo corpo en una actualidad donde tener hijos puede significar un problema.
“Fue un objetivo que nos planteamos, incluir mujeres a la industria, y nos dimos cuenta de que no nos equivocamos”, dice Reina mientras revisa unas sillas estilo Tiffany recién pintadas de un blanco brillante. Es la siesta y en Punta del Médano no anda casi nadie en la calle, mucho menos en el callejón Aguilera. Esto es en el departamento Sarmiento, a casi 15 kilómetros de Media Agua, la villa cabecera, donde “El Gran Soldador” dio sus primeros pasos hace unos veinte años.
Marcelo Díaz (52), el esposo de Reina, se suma a la charla para aportar datos que salen de su memoriosa cabeza. “Vivíamos en Media Agua y ahí teníamos un taller de bicis. Un día se nos ocurrió comprar una soldadora para hacer cuadros de bicicletas, pero eso no funcionó. Entonces para aprovechar la máquina hicimos unas sillitas y dos camitas para las niñas. Las dejamos en la vereda para que se secara la pintura y los vecinos vinieron a preguntarnos si las vendíamos. Allí nació todo”, recuerda Marcelo, exciclista profesional cuyo nombre ya apareció en este diario: en el ’93 ganó la Doble Calingasta y en esos años otras competencias de renombre. Sin embargo, en el 1996, mientras entrenaba por la Ruta 40, en Pocito, lo atropellaron, tuvo fractura de columna y tras dos años de internación no sólo se terminó su carrera, sino que también hasta el día de hoy lo golpean las secuelas, como una parálisis y tener que caminar con un bastón.
Para él, el emprendimiento que empezó con su esposa fue una forma de reinventarse. En ese momento, Guadalupe, hoy de 25, y Ana, de 21, eran muy chiquitas. “Con Marcelo plantamos cuatro palos y decidimos vinimos a vivir acá para poner la fábrica”, acota Reina. Su hija mayor, que en ese momento tenía 5 años, grafica que “esto era como una selva, lo único que habían eran yuyos”. Ese lugar, propiedad de la familia de Marcelo, hoy está totalmente cambiado: hay orden y limpieza bajo el tinglado que le da sombra a varias máquinas y al stock de productos.
Pero el camino no fue fácil. Un gran impulso fueron los $30.000 que obtuvieron en 2010 a través de un programa estatal que les permitió comprar mucha cantidad de caños y maderas. En ese momento solamente fabricaban sillas, mesas y camas, todo de dibujo básico, que muchas veces salían a vender al campo en un Peugeot 404 que le metían muebles hasta en el techo. “Yo con las niñas salíamos a ofrecer casa por casa, era la forma de vender”, explica Reina. “Les dábamos cuotas, a veces volvíamos sin muebles y sin plata porque cobrábamos después. O íbamos a los puestos y cambiábamos la mercadería por chivos u otros alimentos”, añade su esposo.
Todo el esfuerzo sirvió para capitalizarse, sobretodo con máquinas -muchas que hicieron ellos mismos- que les permitieron elaborar productos con mejor diseño, manteniendo siempre la calidad, y agregar artículos al catálogo, como juegos para plazas y muebles de oficina como armarios y estanterías.
Actualmente fabrican unas 500 sillas y 60 camas al mes. Son los productos que más venden.
“En el 2014 un cliente groso nos pidió mil sillas y con eso pudimos construir el galpón”, se acuerda la emprendedora e infla el pecho al destacar que “siempre nos han buscado por la calidad de los productos, ofrecemos una excelente soldadura. Por eso la mejor publicidad que tenemos es el boca a boca”.
La empresa atravesó los vaivenes de la economía argentina: tocó el techo en 2015 llegando a tener aproximadamente 15 empleados y se vino a pique con la pandemia. “Fue una crisis muy grande, nos quedamos en ruinas. A mí el covid además casi me mata, estuve muy mal, 16 días en coma”, cuenta Marcelo.
Superar esa crisis fue muy difícil para la familia, pero a base de esfuerzo lo consiguió. Además, adoptó otro enfoque, destinado a incluir mujeres en la industria. “Yo siempre he trabajado en la fábrica, a la par de cualquier hombre, al igual que mis hijas. Ellas se han criado acá trabajando, soldando, pintando, acarreando y cortando caños, haciendo de todo”, comenta la madre.
Ahora, ya más grandes, desplegaron sus alas: Guadalupe estudia en Media Agua la Tecnicatura en Procesamiento de Minerales y Ana cursa en San Luis la Licenciatura en Enfermería. Son ahora los dos más chicos, Juan Marcelo (13) y Luis Isidro (6), los que se crían entre caños y ruidos de máquinas, también aportando desde donde pueden.
Retomando lo de la inserción de mano de obra femenina, Reina explica que vio en ella y en sus hijas la igualdad de condiciones frente a empleados hombres. “Confiamos en que las mujeres tienen una gran capacidad en este campo de la metalúrgica”, opina.
La búsqueda de la primera empleada en esta nueva era tenía requisitos básicos: “Buscamos mujeres guapas, que les haga falta el trabajo. Nos dijeron que había una chica de acá cerca que tenía ganas de trabajar y la llamamos. Le enseñamos a cortar caños, a tapizar, a pintar, a limpiar y aprendió rapidísimo. Ella fue quien después fue recomendando a otras conocidas, todas de acá de la zona”.
El emprendimiento tiene actualmente cinco empleados, además de los dueños que siguen con sus tareas diarias. Hay un chico que es quien suelda y las otras cuatro mujeres se encargan de todo lo demás. “Son dedicadas, son responsables, apenas llegan se ponen a limpiar. Si hay que tapizar, esmerilar, armar o pintar ellas ya saben. Y antes de irse dejan todo impecable”, las elogia Reina.
Tres de las chicas son mamás. A veces llevan a sus hijos al trabajo. “No hay problema, acá juegan, los hago entrar para que vean tele, comen frutas, la pasan bien”, sostiene la líder de la empresa, que actualmente fabrica unas 500 sillas por mes, el producto que más sale.
Las cuatro trabajadoras se llaman Silvana, Yamila, Antonia y Tamara. “Ellas están muy contentas, les gusta mucho porque nunca han trabajado en algo así. Acá la mayoría de las mujeres trabajan en los parrales, en la cosecha, en el atado. El haberles dado la oportunidad de conocer esta industria me lo agradecen siempre. Ahora el objetivo es poder dar más trabajo, siempre a mujeres”, dice Reina, una “supermamá que nunca descuidó la casa ni los hijos, y que incentiva a las mujeres del departamento”, la describe su hija Guadalupe, que también es mamá, de Distéfano (3).
En este Día de la Madre, la historia de Reina Díaz trasciende el taller. Su fábrica no solo moldea muebles, sino también oportunidades, vínculos y sueños. Ella, que convirtió la adversidad en impulso y el trabajo en refugio, representa a tantas mamás que sostienen, crean y enseñan con el ejemplo. En cada soldadura, en cada producto terminado, hay un pedacito de esa fuerza silenciosa que solo tienen las madres que no se rinden, y que transforman su mundo -y el de otras mujeres- con las manos, el corazón y la esperanza.

