Crecí escuchando las anécdotas de mi padre como alumno de primer año del secundario. Corría el mes de junio de 1944 en el San Juan post terremoto, y el edificio de la Escuela de Minas (hoy Escuela Industrial Domingo F. Sarmiento) se perdía bajo los escombros. Sin embargo las clases continuaron, conscientes del legado de su mentor: "organizar civilizando y liberar educando''. En galpones precarios en la plaza Aberastain, al principio sin puertas ni ventanas, docentes y alumnos le ganaban a la tragedia. Ni el frío del crudo y lluvioso invierno del 44 ni las constantes réplicas apagaron aquella llama. Recuerda mi padre, un zondino aguerrido y memorioso, que todos sus compañeros asistían a clase con puntualidad asombrosa. Corría vocación por aquellas venas docentes y gozo por el conocimiento en chiquillos de 13 años. Muchos de ellos se destacaron por sus aportes a la sociedad sanjuanina. 


Una lección de nuestra historia para estos convulsionados tiempos donde la conflictividad: Estado Gremios docentes tienen en vilo a la sociedad y vacía las aulas. Algo nos pasó en el camino y no fue un sismo precisamente. Nos alcanzó la posmodernidad con su canto de sirenas y las consecuencias están a la vista. 
Mientras esto acontece, dos realidades quedan en evidencia: 1- los alumnos son rehenes; 2- Alguien no enseña y alguien no aprende, siendo esto último lo más triste. 


El aula vacía, muestra del fracaso de quienes deben sentarse a dialogar y visibiliza una deuda social que nos interpela. Sí realmente queremos ingresar al siglo XXI, deberemos recuperar no solo el salario digno sino el reconocimiento, respeto y prestigio social de nuestros docentes. 


Después de transitar tantos años los claustros universitarios, estoy convencida de que un docente no puede ser profeta de la desventura, porque educar es un acto de esperanza, de "creer en el otro". Confiamos en que los protagonistas de este conflicto sabrán deponer intereses encontrados y buscar la salida para vencer la triste fotografía de las aulas vacías.