Ceniza en la cabeza y agua en los pies. Un camino que puede parecernos corto, pero en verdad, largo y fatigoso. Se parte de la propia cabeza para llegar a los pies de los demás. Para recorrer ese sendero no bastan los cuarenta días que van desde el Miércoles de Ceniza hasta el Jueves Santo. Es necesario toda una vida, de la que el tiempo cuaresmal es sólo una reducción en escala. Arrepentimiento y servicio: dos grandes predicas confiadas a las cenizas y al agua, más que a las palabras. Las cenizas hacen referencia a la conversión, y el agua nos lleva a la exigencia del servicio.
Se trata de un itinerario que va desde la renovación de la mente hasta la caridad de las manos que no temen ensuciarse con el dolor y el abatimiento de los otros. El "shampoo" de las cenizas, que se transforma luego en la esencia de la fragancia propia de una caridad transparente.
El arrepentimiento que se cristaliza en despojado servicio. "Jesús se levantó de la mesa", dice el evangelio de Juan. La Eucaristía no soporta el sedentarismo. No tolera la siesta, no permite el adormecimiento. Nos obliga a abandonar la comodidad de la mesa para plegarnos ante las llagas y heridas del prójimo. Era costumbre que apenas llegaba un invitado a la casa, se ofrecía el lavarle los pies. El huésped aceptaba el gesto y lo cumplían los esclavos no hebreos, ya que era considerado un acto de humillación extremo. "Jesús se despojó de sus vestiduras y se ciñó una toalla a la cintura para lavarle los pies a los apóstoles". Son gestos de dinámica misionera. Se plegó y se arrodilló. Implican movimiento y desprendimiento. Despojarse es entregarse en la propia desnudez al otro, y esto sucederá en el Gólgota, pero ahora es claramente un gesto de despojo, de vaciamiento de sí mismo.
Es una acción extraordinaria, que no obedece a los dos polos que tanto nos atraen a los seres humanos: el miedo y la arrogancia. Oscilamos siempre entre estas dos tentaciones: el miedo, que es radicalmente temor a los demás, y la arrogancia, que es la violencia más cotidiana hacia los otros. Normalmente estas son nuestras armaduras, y las usamos bien porque no creemos que sean ofensivas, solo defensivas. Por eso nos falta estilo; el de Jesús, que son la humildad y la mansedumbre: "Vengan a mí. Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón" (Mt 11, 28-29). Pero sin el compartir previamente la mesa eucarística, nuestro servicio corre el riesgo de transformarse en filantropía carente de trascendencia o en humillante demagogia. La estola que el sacerdote se pone alrededor de su cuello debiera ser sustituida por el delantal que se ata Jesús a la cintura. La estola y la casulla, que son los ornamentos propios del sacerdote, se guardan en la sacristía y por lo general huelen a incienso. En cambio, el delantal es el único ornamento nombrado en el evangelio, y hace referencia al trajín cotidiano orientado a servir y alimentar, y en este caso a lavar los pies sin pedir como contrapartida que se crea en Dios.
Jesús, desnudo como un esclavo, arrodillado a los pies de los suyos, sabe bien que ese gesto se lo habían ofrecido dos mujeres: una pecadora, una prostituta, según Lucas (cf. Lc 7, 36-50), y una discípula, María de Betania (cf. Jn 12, 1-8). Le habían lavado y perfumado los pies, en un exceso de amor, durante una cena. Jesús parece haber aprendido la lección de ellas, y luego rehace el gesto, pidiendo sin embargo que este gesto "uno lo haga al otro" (cf. Jn 13,14), rogando que sea un signo de reciprocidad. Le lavó los pies a todos: a Pedro que lo negó, a Judas que lo traicionó y a los demás que lo abandonaron. El amor auténtico no discrimina ni conoce resentimiento, rencor o venganza. Aquella tarde lo hizo sólo para dar -dice el evangelio- "un hypódeigma", un ejemplo. Esa tarde Jesús no hizo un milagro como última acción, sino un gesto que todo el mundo puede cumplir: basta una palangana, un poco de agua, una toalla y un corazón que arda venciendo a la indiferencia. Es un gesto audaz y escandaloso. Pero así es Jesús.
Concluyo con un pensamiento que va a situaciones reales: pensemos en los hogares en los que hay hombres y mujeres que les están lavando los pies, o las partes íntimas del cuerpo, a enfermos y enfermas que ya no pueden hacerlo por sí mismos; hay padres que lavan a sus hijos discapacitados; hay hombres y mujeres que en los hospitales se empeñan en acariciar cuerpos enfermos, sufrientes y abandonados. Son situaciones que casi seguro nos involucrarán también a nosotros, a nuestros cuerpos: será la aceptación del servicio a realizar o recibir , un servicio como esclavos. Incluso este servicio, hecho con amor humilde, será la ejecución del mandato: "Hagan esto en memoria mía. Como yo lo he hecho, así háganlo unos a otros".
Pbro. Dr. José Manuel Fernández
