Hay lugares del planeta en que hay mucho hambre, mientras que en otros se desaprovechan los alimentos.

En estos momentos de continuos trances, con un oleaje fuerte de pandemias y catástrofes naturales, a lo que hay que sumar un aluvión de contiendas absurdas, deberíamos ejercitarnos en saber vivir y en tender puentes. Ciertamente, hemos pasado uno por uno los límites. Urge, por consiguiente, aprender a reprendernos. Únicamente así podremos despertar y abrazar otros horizontes más armónicos y justos. Todo empieza por nosotros mismos. Ahora es el instante preciso para interrogarse y poder tomar decisiones. Hay que perseverar para fortalecerse, trabajar para no alejarnos del bien, resistir y ejemplarizar nuestras actuaciones de unión y alianzas. Hoy más que nunca, se hace preceptivo multiplicar los esfuerzos hacia el prójimo, volverlo próximo a nosotros, más allá de los frentes y de las fronteras.

Estos factores de estrés acentúan las desigualdades ya existentes y acrecientan el torrente de tormentos, que nos están dejando en la cuneta de la desesperanza. Por eso, es vital repensar el modo y la manera de coexistir entre sí, para superar tanto veneno sembrado, lo que requiere de actuaciones moderadas, firmes y respetuosas. Para empezar hemos de bajarnos de los pedestales y ponernos a servir abrazos que nos reconcilien armónicamente. Todo lo contrario a lo que se está haciendo, que es alimentar el descontento, para que los demagogos populistas puedan campear a sus anchas, utilizando la crisis para ganar votos, y vendernos a su propio negocio vengativo y cruel. Desde luego, con esta atmósfera tan repelente, no es fácil verter amor y esperanza.

Tampoco es imposible enmendar situaciones. Es verdad que la tristeza nos invade, pues llevemos alegría; que la discordia impera, pongamos acuerdo y coalición. Todo tiene solución, es cuestión de querer modificar actitudes, de emplearse a fondo en auxilio de las numerosas necesidades de las víctimas de este enjambre de aprietos, de superar la lógica de los intereses mundanos y de ponernos al servicio de la concordia, poniendo fin a toda contienda. Lo que no es de recibo, es cerrar los ojos frente a tantas injusticias expandidas, que nos están dejando sin ilusión alguna. En consecuencia, hemos de volver al sueño de desvivirnos por vivir, a corazón abierto, con la dignidad que nos merecemos como seres pensantes.

Esto requiere ser instrumentos de iluminación y conciliación a la vez, ante el desbordamiento de cantos de sirena de odio, que nos dejan sin palabras.

En muchos lugares del planeta sabemos que se dispara a nivel más alto el hambre, mientras en otros entornos se desaprovechan multitud de alimentos; también en otros sitios el espíritu discriminatorio acarrea un fuerte hostigamiento que llega a criminalizarse en bloque y a encarcelar sin motivo. La cadena de acontecimientos es tan caníbal, que a poco que nos adentremos en ella, nos tritura el alma. Deberíamos, entonces, impulsar la lucha contra la miseria y la opresión, activando en cada instante y circunstancia los derechos humanos.

Indudablemente, la realización de una convivencia entre los diversos y variados pueblos ha de ser más justa y más decente en humanidad. Entre tanto está siendo víctima de una corrupción de las estructuras sociales como jamás y de una expansión de los agentes del terror. La violencia que a diario respiramos es tremenda, salvaje y deshumanizante. Ello, nos exige ponernos en acción, a través de una profunda renovación anímica-moral mejor que política, que suele germinar corrompiendo hasta el mismo aire del diálogo.