"Dulce paraíso de fantasías de celuloide blanco y negro,
que de repente se hacía añico y la platea bramaba insultos...".



Como una caravana de ilusiones, la familia enfiló por calle Victoria, hoy Urquiza, (siempre me pregunto por qué oscura razón en San Juan se les cambia a las calles su nombre tradicional). Cada uno llevaba en la mano una silla liviana. El cine no tenía asientos para todos, por eso había que ser previsores. Uno llegaba y si la función había comenzado debía ubicarse donde quisiera y sin hacer ruido con la silla que traía. 


Cine Lanteri. Épocas de los Siam Di Tella y del Kaiser Carabela (todavía me suena espantoso que se eligiera el nombre Kaiser, siendo condenados en el mundo los crímenes de Hitler). Cine sin carameleros ni acomodadores. Si la ubicación que te tocaba no te gustaba, te llevabas la silla a otro lado. Pantalla despareja en la pared oeste del club del mismo nombre, donde a veces alguien habría una ventana y la boca frutal de Liz Taylor o la carabina de Gary Cooper desaparecían un instante. Dulce paraíso de fantasías de celuloide blanco y negro, que de repente se hacía añico y la platea bramaba insultos como en una cancha de fútbol.


Vimos allí las últimas hazañas de Johnny Weissmuller, nadador olímpico que interpretara magistralmente al primer Tarzán y que luego muriera destronado por una cruel enfermedad. Vimos los imponderables de un Sandrini gran actor que lamentablemente se esmeraba en mostrarnos un personaje casi tonto. Vimos los descaros de Niní Marshall con sus celebres Catita y Cándida, que a mi madre la retorcían de risa. La comicidad al absurdo de Los Tres Chiflados llenando una valija con cerveza o las piruetas adorables de Chaplín manejando la vida con un bastoncito.


Recuerdo que una noche, mientras ensayábamos con unos muchachos en la vivienda cuya pared servía de pantalla del cine, un rayo de fantasía se coló por la rendija de una ventana semiabierta y cayó manso al piso de nuestra habitación, donde se reflejó radiante la guitarra que en ese momento empuñaba Carlos Gardel en la película y mientras cantaba nada menos que Sanjuanina de mi amor, la enorme tonada del Víbora Salinas, un coterráneo que lo acompañara en sus épocas de cantor de folklore.


La magia puede asaltarnos en cualquier esquina. Así, la vida puede construirse asombro tras asombro. Desde entonces, y como si el Zorzal que cada día canta mejor nos hubiese dado una lección vital, decidimos cantar y componer casi exclusivamente música cuyana. Jamás nos arrepentimos. El viejo cine Lanteri, por calle Rivadavia, entonces Lanteri, desde su generosa cajita musical, nos había tendido una mano inesperada. Siempre entendí que cualquiera, en cualquier camino, por más humilde y simple que sea, puede ayudarnos a interpretar y a transitar la vida. Así sea.