Dijo Jesús: "Estén preparados, ceñidos y con las lámparas encendidas. ¡Felices los servidores a quienes el señor encuentra velando a su llegada! Les aseguro que él mismo recogerá su túnica, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirlos. ¡Felices ellos, si el señor llega a medianoche o antes del alba y los encuentra así! Ustedes también estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada. ¡Feliz aquel a quien su señor, al llegar, encuentra ocupado en este trabajo! Les aseguro que lo hará administrador de todos sus bienes" (Lc 12,35-40).


"No temas pequeño rebaño, porque vuestro Padre desea darles el Reino". "No temas": estas palabras en la boca de Jesús nos dan gran seguridad. Mi vida no puede ser asegurada aquí en la tierra, y sin embargo Jesús me garantiza que no tengo nada que temer, porque ella está sostenida en las manos de Dios. "Pequeño rebaño": palabras tiernas, como la ternura de un padre o una madre que se dirigen con afecto a sus hijos. Pequeños, débiles, como ovejas, pero "mías". Y nunca aisladas o solas, sino en comunidad: rebaño. "Vuestro padre": no dice Dios ni tampoco dice Señor, sino Padre, con toda la dulzura y la fuerza de ese nombre que indica relación. Un Dios que si no es Padre no es Dios. 


Por tres veces Jesús proclama en el evangelio de este domingo: "Feliz el servidor a quien el Señor encuentre velando a su llegada". La fortuna del siervo no deriva de su fuerza de voluntad ni de su resistencia, sino que nace mucho antes, del hecho que el señor confía en él y le entrega su casa. Dios tiene fe en el hombre. Creemos en Dios porque antes él cree en nosotros. Nuestra verdadera fortuna, como siervos inútiles, radica en tener un señor que no desconfía ni sospecha. Él tiene un corazón de luz, que nos confía sus bienes, nos da la llave, y nos dice: "tú puedes". El servidor administra alegremente más un patrimonio de amistad que de casas y de bienes. Si al anochecer lo encuentra despierto, ese servidor será feliz. La espera hasta el amanecer es una declaración de amor, y tiene el poder de emocionar, sorprender y hacer estremecer a Dios. Esto nos hace pensar en un hecho, que según el filósofo español José Ortega y Gasset, "no es la realidad última sino penúltima: la muerte". El hombre es un "ser en el tiempo", afirmaba el filósofo existencialista Martín Heidegger (1889-1976), que si es verdaderamente humano se transforma en proyecto total, en última instancia en un "ser para la muerte": "Zum Tode sein", en alemán, con un peso de terrible pesimismo. Sin embargo, el hombre es un ser para la vida. La vida no es fiesta; es la espera de la fiesta. Quienes creemos afirmamos que cruzando el umbral de la muerte física se llega a vivir la vida en plenitud: la eternidad. Por eso Jesús dice que, a quienes encuentre vigilando a su llegada, "él mismo recogerá su túnica, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirlos". Dios no es un "patrón" autoritario o caprichoso, sino que es el servidor del hombre, de su vida, que ayuda para que a veces la débil llama de la fe no se apague. Hay que estar preparados porque la muerte llegará en el momento menos pensado. Los antiguos latinos empleaban dos expresiones significativas: el "ars vivendi" y el "ars moriendi". Hay que vivir con arte para morir con arte también. El arte de vivir consiste en el amor que se hace donación diaria. Quien vive así muere con arte. Decía Jorge L. Borges, que "la muerte es una vida vivida, y la vida es una muerte que viene". Esto implica estar preparados con la lámpara de la fe vigilante encendida. El novelista francés André Malraux (1901-1976), advertía que "la muerte sólo tiene importancia en la medida en que nos hace reflexionar sobre el valor de la vida".


Se trata de una cuestión interior, de sentido, del irrefrenable optimismo del que sabe que el tiempo no es materia que se gasta, sino valor que se invierte. John Fisher y Thomas Wolsey fueron al mismo tiempo obispos en Inglaterra, en el siglo XVI. Conocemos sus respectivas historias: uno se dedicó a servir a Dios, a la Iglesia y a la justicia, viviendo santamente y, en su ocasión, defendiendo a Catalina de Aragón cuando Enrique VIII quiso divorciarse de ella. Wolsey, en cambio, ambiciosamente, se sirvió a sí mismo, vivió rumbosamente y, para ello, no dudó en ponerse junto a las pretensiones injustas del Rey, para gozar de su favor. Ambos fueron cardenales. Los dos llegaron a la muerte. John Fisher murió en el cadalso alabando a Dios y cantando el "Te Deum". La Iglesia lo venera como santo. Las últimas palabras, famosas, de Wolsey al morir, finalmente enemistado con el Rey, fueron: "¡Ah, si hubiera servido a Dios como he servido a mi Rey!".

Pbro. Dr. José Manuel Fernández