Cuando se piensa en la Trinidad, por lo general viene a la mente el aspecto del misterio: son tres y son uno, un solo Dios en tres Personas. En realidad, Dios en su grandeza no puede menos de ser un misterio para nosotros y, sin embargo, él se ha revelado: podemos conocerlo en su Hijo, y así también conocer al Padre y al Espíritu Santo. La liturgia de hoy, en cambio, llama nuestra atención no tanto hacia el misterio, cuanto hacia la realidad de amor contenida en este primer y supremo misterio de nuestra fe. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son uno, porque Dios es amor, y el amor es la fuerza vivificante absoluta. La unidad creada por el amor es más unidad que una unidad meramente física. El Padre da todo al Hijo; el Hijo recibe todo del Padre con agradecimiento; y el Espíritu Santo es como el fruto de este amor recíproco del Padre y del Hijo. 


En el Libro del Éxodo se nos señala que la revelación del amor de Dios tiene lugar después de un gravísimo pecado del pueblo. Recién concluido el pacto de alianza en el monte Sinaí, el pueblo ya falta a la fidelidad. La ausencia de Moisés se prolonga y el pueblo dice: «¿Dónde está ese Moisés? ¿Dónde está su Dios?», y pide a Aarón que le haga un dios que sea visible, accesible, manipulable, al alcance del hombre, en vez de este misterioso Dios invisible, lejano. Aarón consiente, y prepara un becerro de oro. Al bajar del Sinaí, Moisés ve lo que ha sucedido y rompe las tablas de la alianza, que ya está rota, dos piedras sobre las que estaban escritas las «Diez Palabras», el contenido concreto del pacto con Dios. Todo parece perdido, la amistad ya rota inmediatamente, desde el inicio. Sin embargo, no obstante este gravísimo pecado del pueblo, Dios, por intercesión de Moisés, decide perdonar e invita a Moisés a volver a subir al monte para recibir de nuevo su ley, los diez Mandamientos y renovar el pacto. Moisés pide entonces a Dios que se revele, que le muestre su rostro. Pero Dios no muestra el rostro, más bien revela que está lleno de bondad con estas palabras: «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad» (Ex 34, 6). Este es el rostro de Dios. Esta auto-definición de Dios manifiesta un amor que vence al pecado y lo elimina. 


La vida cristiana se desarrolla totalmente en el signo y en presencia de la Trinidad. En la aurora de la vida, fuimos bautizados «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» y al final, junto a nuestra cabecera, se recitarán las palabras: «Marcha, oh alma Cristiana de este mundo, en el Nombre de Dios, el Padre omnipotente que te ha creado, en el nombre de Jesucristo que te ha redimido, y en el nombre del Espíritu Santo que te santifica». Entre estos dos momentos extremos, se enmarcan otros llamados de «transición» que, para un cristiano, están marcados por la invocación de la Trinidad. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, los esposos se unen en matrimonio y los sacerdotes son consagrados por el obispo. En el pasado, en nombre de la Trinidad, comenzaban los contratos, las sentencias y todo acto importante de la vida civil y religiosa. No es verdad, por tanto, el que la Trinidad sea un misterio remoto, irrelevante para la vida de todos los días. Pero, ¿por qué creen los cristianos en la Trinidad? ¿No es ya bastante difícil creer que Dios existe como para añadir también que es «uno y trino»? ¡Los cristianos creen que Dios es uno y trino porque creen que Dios es amor! En todo amor siempre hay tres realidades o sujetos: uno que ama, uno que es amado, y el amor que les une. El Dios cristiano es uno y trino porque es comunión de amor.


El escritor florentino Giovanni Papini (1881-1956) buscaba certezas.  Llegó a decir: “No busco gloria, ni pan, ni compasión.  Les pido de rodillas: por favor, denme alguna certeza!”.  La certeza es ésta: “Dios nunca está lejos de nosotros”.  Sí, es un misterio.  Pero como afirmaba Antoine de Saint-Exupéry: “El misterio no es un muro, sino un horizonte.  El misterio no es una mortificación de la inteligencia, sino un espacio inmenso que Dios ofrece a nuestra sed de verdad”.  Un musulmán se encontraba con el sacerdote Gabric que ayudaba en su tarea a la Madre Teresa de Calcuta, y miraba a una religiosa que curaba con delicado amor las llagas de un leproso.  La religiosa no hablaba, pero actuaba con gran recogimiento y cariño.  El mahometano se dirigió al sacerdote y le dijo: “A lo largo de todos estos años he creído que Jesús era un profeta, pero a partir de hoy acepto que es Dios, porque sólo él ha podido poner  tanto amor en las manos de esta hermana”.