En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para que todo asunto quede zanjado por la palabra de dos o tres testigos. Si les desoye a ellos, díselo a la comunidad. Y si hasta a la comunidad desoye, sea para ti como el gentil y el publicano (Mt 18,15-20).

 

El presente texto evangélico se encuentra ubicado en el llamado “discurso eclesiológico” de Jesús.  En efecto, todo el capítulo 18 del evangelio de Mateo nos da a conocer cómo es la Iglesia, quiénes la componen, y qué es lo que ella debe llegar a ser.  En el modelo de Iglesia propuesto por Jesús, ocupa un lugar de primacía, la lógica salvífica que encierra la corrección fraterna.  La comunidad no puede aceptar todo.  La verdad debe hacerse en la caridad (Ef 4,15), pero la caridad no va nunca separada de la verdad.  El primado es siempre del amor; que se manifiesta, ya sea en el buscar al que se ha perdido, iluminarlo en su perdición, y finalmente en el perdonarlo. En realidad, la corrección fraterna es signo de la medida del amor, que como afirma san Agustín, es “amar sin medida”.  Esto solo es posible en una comunidad donde cada uno es acogido en sus límites, no es excluido si se equivoca, es buscado si se pierde y es perdonado si peca.  Sin aceptación incondicionada, no existe corrección fraterna.  Una persona sólo si es bien recibida y en la medida en que es recibida, está dispuesta a aceptar eventuales observaciones sin advertirlas como agresiones.  La corrección es un modelo concreto para que quien se ha alejado no se pierda: es la expresión más alta de la misericordia.  La corrección fraterna es indispensable para que el “estar juntos” no sea una incómoda situación, sino una teologal comunión, expresión de la fraternidad creadora.  Como afirma el salmo 133: “¡Qué hermoso y suave es que los hermanos vivan unidos!”.  El adjetivo hebraico “tộb” significa “bueno, bello, placentero”.  El segundo adjetivo traducido como “suave”, significa “delicioso, dulce y fascinante”.  Encontrarse juntos los hermanos, es una de las realidades más bellas de la creación.  No basta ser hermanos.  Es necesario vivir “juntos”, en paz, unidos y en concordia.  La fraternidad es al mismo tiempo una cualidad interior y exterior: del corazón y del actuar.  Vivir como hermanos es expresión de belleza y tiene su propia razón: la fraternidad da sabor a la vida.  Pero la corrección fraterna debe ser gradual, discreta y paciente.  A cuatro ojos; delante de uno o dos testigos;  ante la comunidad entera. El primer paso es “ve y corrígelo en privado”.  Es ante todo, por respeto al buen nombre del hermano y por su dignidad.  Corregir es amar; por eso supone un clima de intimidad.  El escritor francés André Maurois (1885-1967), resaltando el valor de la delicadeza acompañada de la reserva afirmaba: “La sinceridad es de vidrio; la discreción es de diamante”.  Se puede intervenir en la vida de otro y tocarlo en su intimidad, no en nombre de un cargo o de una presunta verdad, sino sólo si se lo reconoce como hermano.  Sólo la fraternidad real legitima el diálogo.  No un diálogo político en el que se miden las fuerzas, sino evangélico, en el que se mide la sinceridad.  “Si te escucha, habrás ganado a un hermano”.  Un verbo estupendo: “ganar al hermano”.  Es que éste es alguien “a ganar”, un tesoro.  Invertir en fraternidad es lo que hace crecer a una comunidad.

 

 El segundo paso es: “si no te escucha, busca una o dos personas más”.  Implica el compromiso de algunos que forman parte de la comunidad de creyentes para que ayuden a objetivar mejor las cosas o planificar más eficazmente la acción.  Con delicadeza, como con cierto pudor, como le gustaría a uno mismo que se trataran las propias falencias.  “Dos o más” es importante ya que algunos testigos pueden ayudar a cicatrizar una relación humana entre personas heridas por profundas laceraciones.  Pero eso no significa que los dos testigos se deben considerar mejores que los demás. La última alternativa es: “si se niega a hacerles caso, dilo a la comunidad”.  La Iglesia, con el don del discernimiento, tiene el deber de decir claramente aquello que no es admisible para un cristiano.  Jesús no quiso una masa amorfa de seguidores, sino un cuerpo organizado, capaz de congregar, sostener y alimentar.  La gran razón de la autoridad de la Iglesia estriba en que Jesús está presente en la comunidad de sus discípulos: “Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”.  Dos o tres, no más.  No hacen falta grandes multitudes.  Al contrario, la multitud vale siempre y cuando se pueda mantener en ella el clima de encuentro entre dos o tres.  Ganar al hermano, no descartarlo ni excluirlo.  Ese es el desafío.