"…Años después me enteré que había fallecido en su ley, trabajando y una vez más atropellado en las calles que le fueron crueles, cabalgando su eterna bicicleta italiana…".

Bajito, morocho, pelo ensortijado, lo llamaban "El negro" y tenía varios apodos más. Nunca supimos bien su nombre, porque también se le atribuía varios. No se le conocía parientes. Vivía a un costado de una hermosa casa de un conocido médico, en una precaria y rústica casilla de madera y techo de chapas, de un solo ambiente, a la cual se llegaba por un largo pasillo, y que habitaba con la única compañía de un perrito callejero hecho a su imagen y semejanza.

No le supimos novia; una vida de eterno solitario, cuya pasión era jugar al fútbol. Tomaba la pelota de tientos obtenida con el fruto de su humilde trabajo de buen lustrador de muebles, corría de un extremo a otro de la cancha a gran velocidad y no la entregaba a nadie ni tiraba el centro ni al arco; sólo era para él; quizá una de sus pocas amadas pertenencias. Claro, así era difícil jugar para su equipo; y para colmo era el dueño de la pelota.

El Negro Cano, Carbone o Mariscal, vaya uno a saber, compraba semanalmente como un rito las revistas de su deporte entrañable. Cuando terminábamos los eternos partidos de cuatro o cinco horas en la canchita de enfrente, nos íbamos a su casilla, donde nos sentíamos como en un palacio, porque allí repasábamos sus revistas futboleras, en las que conocimos a los ídolos de la época.

Nos fuimos del barrio, y a los años, ya grande, volví a verlo un día que me gritó de lejos, como era su forma de anunciarse: ("¡eh, loco!"), desde su inconfundible robusta bicicleta Bianchi que tenía desde siempre. Estaba igual El Negro, con su extraña sonrisa entre triste y burlona y en el portabultos los elementos de lustrar. 

Tiempo después me visitó en el Estudio. Lo había atropellado un auto mientras conducía su bicicleta y había quedado física y mentalmente mal. Años después me enteré que había fallecido en su ley, trabajando y una vez más atropellado en las calles que le fueron crueles, cabalgando su eterna bicicleta italiana.

El Negro, esa síntesis de soledades y hazañas, en lejanas sombras hoy, seguramente ronda en vela las tardecitas de la Villa Zavalla, de los arrabales del Parque de Mayo, de alguna dura calle de nuestra ciudad donde dejó sus ilusiones muertas de frío; donde posiblemente no haya logrado ser feliz. Dicen que se ríe de todo y de todos, y que su figurita chaplinesca sigue apilando jugadores por el costado izquierdo, escondiendo entre sus piernitas veloces una tarde renga y marchita y una pelota traslúcida que es su trofeo y ancla a la vida eterna.

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete