Todos los días el muchacho doblaba hacia el norte en su moto, rumbo a su casa ubicada a unas dos cuadras de la nuestra. Era un amigo del barrio. Pocas motos había entonces manejadas por jovencitos. La moda llegó junto a las tradicionales y codiciadas motonetas Vespa, Siambretta, Iso y Rumi y las calles se poblaron de estos pequeños tesoros que pasaron a la historia.


Uno no puede acordarse del detalle, pero en la memoria sentimental se me hace que era un día lánguido de finales de otoño. La noticia corrió como enorme lágrima por el barrio: El Lalo, con sus poquitos dieciséis, había sufrido un accidente en su moto, producto del cual había fallecido.

"Aquel día de un presunto otoño...el barrio se nos cayó a pique
sobre todas nuestras ilusiones".


Es muy difícil concebir la muerte a esa edad. Si bien éramos menores que él, se trataba de uno de nosotros, alguien que comienza uno a darse cuenta- no tendrá más un lugar en esa vida tan temprana que apenas comenzaba a disfrutar, ni nosotros lo veríamos más. Creo que el muchacho ya estaba noviando.


¿Habrá un lugar para los sueños acorralados a mitad de la esperanza? ¿Habrá espacio donde el amor se pose a despertar tiernos quimeras malogradas; donde los noviazgos cegados continúen la fantasía de la vida?


Aquel día de un presunto otoño que iba sucumbiendo acompañando el camino forzado de un adolescente, cuya principal ambición, seguramente, era ir descubriendo los secretos de la vida, el barrio se nos cayó a pique sobre todas nuestras ilusiones. La calles recién regadas a palo y tarro, se preparaban para no ser transitadas por un sueño perdido; el torrente que ese día traía el Canal Victoria, con sus salpicaduras lagrimeaba a pena tendida; me golpeó en el pecho un intenso silencio proveniente de la puerta de la Seccional Cuarta que estaba frente a mi casa, encarnado en la tristeza de tres o cuatro policías que miraban pasar el cortejo como petrificados. Ante la contundencia de la muerte, desde las puertas de sus casas, los niños se abstuvieron de sus andanadas de preguntas. A las madres les rodaba por el rostro ceniciento de dolores ajenos una imagen que las delataba como más madres. El tontito del barrio miraba desde un rincón con ojos de neblina, seguramente comprendiendo todo, porque estas cosas no pueden pasar desapercibidas para nadie. Los trajines de un adolescente habían detenido su tranvía de ilusiones. Ahora todo sería menos. Ahora la calle Las Mercedes buscaría por entre tenaces carolinos la dura explicación a la desgracia de perder un pequeño gorrión.


Tengo tu imagen, Lalo, colgada del fulgor de un golazo de sobrepique que le hiciste al Rosario Ávila, uno de los mejores arqueros que tuvo San Juan, entonces adolescente también, que se entreveraba a jugar con los pibes del barrio. Tengo todo eso, Lalo, te lo juro por el amor que dejaste deshilachado en una casita que fue tu hogar de la calle Victoria.