Jesús salió de allí y se dirigió a su pueblo, seguido de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga, y la multitud que lo escuchaba estaba asombrada y decía: «¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada y esos grandes milagros que se realizan por sus manos? ¿No es acaso el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanos no viven aquí entre nosotros?» Y Jesús era para ellos un motivo de escándalo. Por eso les dijo: «Un profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa» Y no pudo hacer allí ningún milagro, fuera de curar a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos. Y él se asombraba de su falta de fe (Mc 6,1-6).

Jesús al llegar a Nazaret.


 

Muchas veces hemos observado cómo reciben a los triunfadores en su lugar de residencia.  Se organiza una fiesta cuando alguien gana algún importante trofeo y vuelve a su lugar de origen.  Hoy es Jesús el que regresa a su pueblo y a su gente, Nazaret, y lo hace acompañado de sus discípulos que habían visto sus milagros y oído sus palabras.  El recibimiento no puede ser más débil y la acogida no puede ser más mezquina.  Despreciaban a Jesús porque lo catalogaban como uno de tantos.  Hoy decimos: “Nadie es profeta en su propia tierra”, y en muchas ocasiones es verdad.  Por otra parte, no seamos ingenuos: muchas veces no reconocemos lo bueno en el otro porque sentimos en nuestro interior la herida de la envidia o el puñal de los celos.


Es sábado y Jesús enseña en la sinagoga de Nazaret.  Marcos prefiere, en vez del término “pueblo”,  el de “patria”: palabra más rica de evocaciones afectivas y de significado más amplio.  El episodio no se circunscribe a un solo pueblo y prefigura el rechazo de Israel.  Leyendo este episodio recordamos la afirmación del prólogo del evangelio de Juan: “Vino a los suyos y éstos no lo recibieron” (1,11).  Las motivaciones del rechazo van más allá de las resistencias particulares de los habitantes de Nazaret: son los rechazos de siempre, radicados en el corazón del hombre.  Quienes escuchan a Jesús pasan del estupor inicial al escándalo.  El asombro es una actitud de partida, pero es un sentimiento neutral que puede desembocar en la fe o en la incredulidad.  Que un profeta sea un hombre extraordinario o carismático, no resulta algo extraño.  Pero, que la profecía se presente en lo cotidiano, en un hombre que tiene las manos marcadas por la fatiga y que no tiene títulos, parece imposible.  En Nazaret piensan: “El Hijo de Dios no puede venir al mundo con manos de carpinteros y con los problemas de todos: esto es imposible.  Si elige estos pobres medios, no es Dios”.  Nosotros buscamos a Dios en lo infinito del cielo, cuando en verdad se ha arrodillado en la tierra con sus manos dispuestas a lavar los pies cansados del hombre peregrino.  Este es el escándalo: “¿No es acaso el hijo del carpintero? Sus hermanos ¿no viven aquí entre nosotros?”.  Aquí, viene bien aclarar que los judíos no tienen una palabra específica para nombrar a los estrictamente ‘hermanos de sangre'. Las familias de aquella época eran muy unidas, y más en los pequeños pueblos. Un poco como, hasta no hace tantos años, entre nosotros, hermanos y primos éramos casi una misma cosa. La atomización de las grandes ciudades y el poco número de hijos en cada familia hace que este sentido más amplio de fraternidad haya desaparecido. Antes no era así y, menos, en la antigüedad, sobre todo en las pequeñas aldeas. Y en Israel especialmente, dada la poligamia y la posibilidad del divorcio. Bajo el término “ach” hebreo o “achá” arameo –lengua que probablemente utilizaba Jesús- entraban hermanos, hermanastros, primos, primos segundos, y hasta vecinos. Lo mismo la palabra griega utilizada por Marcos para traducir “achá”'. “Adelfos”, ya en Homero es usada para designar no solo a los hermanos carnales, -de “delfis”, seno materno- sino a los parientes cercanos y, en sentido figurado, al compañero, al socio, al amigo, al prójimo. En nuestro evangelio de hoy, pues, para evitar perplejidades que no existen, habría que traducir, según el idioma original, en lugar de ‘hermanos', ‘parientes cercanos'.  A sus paisanos, Jesús los escandaliza en su humanidad y proximidad.  Esta es la Buena Noticia del evangelio: Dios se encarna en lo ordinario de la vida.  Se ha revelado en la humanidad y tiene el rostro de un hombre.  “Y Jesús se maravillaba de la falta de fe de la gente” (Mc 6,6).  La incredulidad no es sólo la negación de Dios, sino también la incapacidad de reconocer a Dios en la humildad de su humanidad. La primera herejía en la Iglesia no fue la negación de la divinidad de Cristo, sino el escandalizarse por su humanidad cercana a todos. Sin fe ni confianza de parte nuestra, Jesús no convierte ni cura.