"En silencio, con esa bonomía que sólo poseen los humildes, fue inventando rincones, fundando sonidos, vislumbrando salas y vistas al cielo....".

Con su mirada de casi niño, repasó los cimientos y las incipientes paredes, y sentenció para sí: "En un futuro no muy lejano, aquí habrá un hogar, casi mi hogar, casi mis sueños", y puso sus prodigiosas manos a la obra ajena.


Tuve que cambiar los albañiles. Un arquitecto amigo me dijo que mientras se desocupaba su cuadrilla me mandaría un albañil excelente para que fuera adelantando algunos trabajos. 


Una mañana bastante helada, Juan Argañaraz se paró desde el frente de la embrionaria construcción, miró profundo hasta el corazón de la proyectada casa y comenzó su faena. Durante varios días lo hizo solo hasta que llegaran sus compañeros. Una escena maravillosa. En silencio, con esa bonomía que sólo poseen los humildes, fue inventando rincones, fundando sonidos, vislumbrando salas y vistas al cielo.


Corrían las postrimerías de un año donde recuperaríamos orgullosos la democracia y Juancito nos entregó la obra como un traje nuevo, como al advenimiento de un hijo. Digo que la entregó él, porque -en esencia- era su tesoro, su regalo, su amorosa faena. Este hombre ponía en sus tareas el amor con mayúsculas. Albañil de lujo, un trabajador exquisito e incansable. Hablo en pretérito porque no sé hoy qué fue de Juan Argañaraz, luego de tantos años. Ruego fervorosamente que, de algún modo, llegue estas líneas a sus manos hacedoras de ventanales y rosas; que sepa qué significó para nosotros que un hombre simple, profundamente amable y sabio en el arte de levantar paredes como poemas, abrir ventanas e instalar duendes de sol, es profundamente reconocido.


Recuerdo que dos albañiles hacían los cortes de pintura, labor verdaderamente difícil (canaletas pequeñas en la confluencia de la pared con el cielo raso y se demoraban días en un solo ambiente; entonces Juan, sin que nadie se lo pidiera, se hizo cargo de la tarea y en pocos días hizo los cortes de pintura de todos los interiores y el exterior íntegro de la vivienda.


Juan Argañaraz construyó mi casa. Ratificó un hogar con sus manos de arena y Zonda. Cuando la cunita de la hija más pequeña, en marzo frutal se mecía en olas de otoño; cuando los otros hijos pisaban en alas de niñez los pasillos y aguaitaban el cielo por las nuevas ventanas; cuando la primera Navidad instalaba la palabra sagrada y el amor familiar en los patios, Juancito Argañaraz sonreía satisfecho en su casita de Chimbas, sabiendo que, una vez más, había colaborado con ladrillos y las palomas de sus manos en la consagración del amor.

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.