Me gusta esa gente que alienta la importancia de amarse y se alimenta de valores como la generosidad, el compromiso, la constancia o el aguante. De ahí la importancia de unirse y acoger, pues cada día se requiere más ayuda humanitaria, más disposición de la gente, más espíritus conciliadores. Ojalá aprendamos la lección, y algo tan grave como son las violaciones a los derechos humanos, no queden impunes. Un país donde permanezcan exentos, valores esenciales de convivencia, termina por corroerse en el abismo. Lo mismo pasa con ese espíritu corrupto, mundano y engañoso, acaba también por destruirnos. Desde luego, hacen falta otros caminos de crecimiento, y no retroceso, el del amor es el que imprime vida y da solidez a nuestros andares. Me niego, pues, a amoldarme a este mundo confuso, a entrar en sus injustos esquemas, a negar la triste realidad de muchas personas hundidas en la miseria, por no buscar la evidencia y asegurar la justicia. Por desgracia, todo se ha vuelto tortuoso, lleno de mentira y soberbia, y nada es justo, porque hemos crecido sin autenticidad. Este espíritu arbitrario constantemente nos flagela con mil desenfrenos y arrogancias, desconsiderándolo todo y haciendo de cada amanecer una dificultad más para cohabitar entre diversas culturas. Verdaderamente, se echan en falta esos corazones grandiosos, en un mundo tan complicado como difícil, máxime cuando los padres incumplen con el innato deber de ejecutar con seriedad su misión educadora. Hemos roto con las innatas buenas costumbres de comunión entre vida y amor. De igual modo, también nos hemos abandonado, siendo más pedrusco que latido, y no cultivamos la ternura del abrazo. Sin duda, la donación de una sonrisa al que camina a nuestro lado, nos cuesta más que celebrar el día de San Valentín consumiendo objetos. En lugar de valorar los principios que nos unen, propiciamos desuniones y desaires. La preocupación por una vida afectiva y familiar fructífera apenas interesa a nadie. Nos hemos vuelto tan egoístas, que no vemos más allá de nuestra sombra. ¡Cuánta desolación en los hogares! Precisamente, hoy en día, llama la atención que las disoluciones se den en ocasiones entre gente mayor que busca una especie de autonomía para sentirse joven, rechazando el magnífico sabor de envejecer juntos atendiéndose y sustentándose recíprocamente. ¡Cuánta soledad impuesta! Somos incapaces de hacer familia, en parte porque el amor lo entendemos mal y lo laboramos con desinterés. Nos falta capacidad para amar y así no crecemos en el querer. Por si fuera poca la desdicha, hay una fisura entre linaje y humanidad, entre vínculos de familia y escuela; y, de este modo, la alianza educativa de la sociedad con la familia es casi un amor imposible, ha entrado en conflicto y la crisis será larga, mientras no activemos los verdaderos valores que nos mantienen vivos y unidos. Quizás debamos repensar sobre cómo reconstituirnos, sabiendo que no podemos vivir sin amor o con amor desfigurado. Multitud de seres indefensos son nutridos por desamores, también muchos niños crecen en un círculo vicioso de tensión y violencia, asimismo muchos de nuestros mayores sufren el abandono más cruel de sus cepas. ¿Adónde hemos dejado esa sensibilidad humana?

Amor y odio

El entusiasmo del que ama tiene todas las fortalezas de su parte. Sin embargo, nos estamos truncando la vida por el odio entre semejantes. Sin duda, tenemos que practicar más el corazón, hacer un mejor trabajo de comprensión. Toda la vida, todo en común, es una buena orientación existencial. Indudablemente, el mejor contexto educativo parte de la vida en parentela, escuela de valores humanos, que estamos destrozando con comportamientos mezquinos. Quizás, por eso, querer formar una familia es animarse a ser parte del anhelo del corazón, es fortalecerse siendo latido acompañante para los demás, es vivificarse con el poema perfecto, con la historia de construir un mundo donde nadie se sienta solo, ni desprotegido. 

Por Víctor Corcoba Herrero
Escritor