Las redes sociales y la tecnología -especialmente la inteligencia artificial- están logrando algo inquietante: que desconfiemos de todo. En un país donde los “vivos” operan 24×7, esta desconfianza se convierte en una tentación para aggiornar las reglas del delito. Uno de los efectos más visibles es la desaparición de la espontaneidad tal como la conocíamos.
Hoy, los gestos genuinos parecen requerir validación digital. El hijo que le regala entradas al padre para ver al club de sus amores no solo lo hace por afecto, sino también por la oportunidad de grabarlo, subirlo a redes y lograr que se viralice. La emoción se vuelve digitada, previsible, diseñada para sumar clics. ¿Conmueve? Tal vez. ¿Sorprende? Difícil.
Hace unas semanas, el periodista Eduardo Feinmann cayó en la trampa de una imagen falsa: Katy Perry visitando a Cristina Kirchner. Otro ejemplo: el famoso camperón blanco del papa Francisco, que terminó convertido en una campera azul y amarilla gracias a los memes. La línea entre lo real y lo ficticio se difumina cada vez más.
“Conexiones, no vínculos”
Esta falta de “verdad” en nuestras interacciones digitales también afecta cómo nos relacionamos. El sociólogo polaco Zygmunt Bauman advertía que las relaciones en línea son “conexiones”, no “vínculos”. Se forman y se rompen con un clic. La amistad se convierte en objeto de consumo, se usa y se descarta. La inversión emocional y la espontaneidad, pilares de cualquier relación real, se diluyen.
La credibilidad en redes no proviene de una historia auténtica, sino de la capacidad de sostener una fachada coherente. El “yo” se transforma en un perfil cuidadosamente diseñado. Los errores, parte inevitable de la vida, se convierten en riesgos a evitar. La espontaneidad se sacrifica en nombre de la imagen.
Constante autoexposición
El filósofo español José Antonio Marina sostiene que el exceso de información y la tiranía de la opinión pública nos obligan a vivir en constante autoexposición. Las redes crean una “personalidad pública” que muchas veces difiere de la privada. Este desdoblamiento, necesario para la validación digital, nos fuerza a ser una versión “mejorada” de nosotros mismos. “Las redes sociales son un gran escaparate para la vanidad”, dice Marina. “Se publicita una vida ideal, una felicidad de postal que genera envidia y desconfianza”.
Crisis de verosimilitud
La inteligencia artificial ha intensificado esta crisis de verosimilitud. Ya no se trata solo de fake news: la frontera entre lo real y lo sintético se vuelve borrosa. Las implicaciones para la credibilidad y la percepción de la realidad son profundas.
Si la verdad ya venía perdiendo valor frente a objetivos como fama, poder o impacto, el avance tecnológico ha acelerado ese proceso. Hoy, incluso podemos dudar si la persona que aparece en una foto somos nosotros o una versión mejorada que alguien -o algo- creó para nosotros.
Por Rubén Valle
Especial para Diario de Cuyo

