Los almacenes siempre tenían el nombre de sus dueños


 Todavía subsisten ciertos lugares en barrios, o departamentos alejados que en el pasado fueron verdaderos "protagonistas'', no sólo en lo comercial, sino en lo social. Estas son las sanjuaninas almacenes, espacios donde no solo el interesado podía satisfacer una necesidad material, sino que eran los ámbitos propicios y oportunos donde se creaban vínculos basados en la amistad barrial y en la reciprocidad social. Aquellos almacenes poseían un encanto especial, los clientes que a diario concurrían, no solo eran considerados ocasionales compradores de un determinado producto, o conformaban un simple eslabón en esa extensa cadena constituida por frías ecuaciones numéricas, eran por sobre todo respetados y estimados como auténticos seres humanos, como personas. Esta óptica era mutua, pues a su vez, el almacenero no era considerado un mero y frío vendedor. Su trato continuo con los compradores, donde en ellos y detrás de cada uno se constituía una familia, con sus tristezas, alegrías y toda una gama de historias personales, lo transformaba en un autorizado conocedor de su clientela, preparado acaso para dar un consejo oportuno. Los individuos que concurrían a una almacén encontraban todo lo que ellos podían necesitar. Allí había un enorme y lustroso mostrador donde generalmente eran exhibidas, por ejemplo, toda una variedad de sabrosas galletas depositadas en cajas de hojalatas. También podían haber grandes recipientes de vidrio mostrando dulces y empalagosos caramelos para deleite de los niños. Un poco más hacia arriba se observaban grandes estantes desplegando una multiplicidad de mercaderías y diversos artículos alimenticios. Generalmente hacia un lado de este lugar había un sitio reservado para venta de carne fresca. Allí estaba ese amable despostador, sonriente, afilando lentamente su cuchillo, esperando brindar a su cliente lo que él consideraba lo más acorde, porque conocía pormenorizadamente las preferencias de su comprador.


Cuando llegaba el momento de pagar poco interesaba la cuestión del dinero. Para eso confiadamente el consumidor entregaba una ajada "libreta'' donde con cabal honradez se anotaba con desdibujados, pero exactos números la compra diaria. Durante el transcurso de la compra, casi como un ritual, se entablaban afectuosos diálogos entre los diferentes clientes, rodeados de variadas y agradables aromas, que solían concluir con un recuento de las recientes sucesos ocurridos en el barrio.


Por el Prof. Edmundo Jorge Delgado
Magister en Historia