Excluidos del sistema educativo y sin apenas formación, más de doce millones de campesinos de todo el mundo han encontrado en las escuelas de campo la posibilidad de aprender por sí mismos y experimentar técnicas para mejorar su producción.


Desde la creación de la primera de estas escuelas en Asia en 1989 como parte de un programa de la ONU que enseñaba a los productores de arroz a controlar las plagas sin tantos pesticidas, más de 90
países las han incorporado.


Frente a las clásicas visitas de expertos que llevaban la tecnología al campo sin enseñar a los agricultores a afrontar los nuevos problemas, surgió la alternativa de adaptar los conocimientos
a las circunstancias de cada uno.


La idea ya la propuso el educador brasileño Paulo Freire en la década de 1960 con sus estudios sobre alfabetización adulta y agricultura en Chile.


"A menudo la mayoría de los agricultores no tienen títulos educativos ni han ido al colegio. Es importante invertir en la formación de la población rural si queremos un desarrollo sostenible'', explica Anne Sophie Poisot. Esta especialista de la Organización de Naciones Unidas para la


Alimentación y la Agricultura (FAO) subraya que las escuelas de campo ponen en el "centro del proceso'' a los pequeños productores, quienes "abren los ojos'' y "quieren continuar experimentando como hacen los científicos''.


Una actitud que ha visto en el estado indio de Andhra Padresh, donde la explotación agrícola hizo bajar el nivel de los acuíferos de forma alarmante.


Allí los participantes del curso, además de aprender a medir la disponibilidad de agua, han comenzado a regar mejor los cultivos y a hacer un consumo doméstico más responsable.


En otras partes se ha replicado ese modelo impulsado por la FAO, que acaba de lanzar una plataforma digital para difundir las distintas experiencias y conectar a los profesionales.


En Nepal han ayudado al cultivo de frutas y hortalizas mediante la polinización. En Pakistán se han ideado modos de producir alimentos más nutritivos y rentables, y en China un proyecto ha logrado reducir en un tercio el uso de plaguicidas.


Los agricultores suelen reunirse en grupos y, con ayuda de un experto o "facilitador'', observan lo que ocurre en el terreno, discuten lo que van a hacer y analizan los resultados antes de compartir conclusiones y recomendaciones.


El entrenamiento dura lo que dura un ciclo entero de producción, como el que -según la jerga- va "de semilla a semilla'', "de huevo a huevo'' o "de ternero a ternero''.


Ante quienes lo ven insuficiente para transformar la dura realidad de tantos productores (en 2013 había 766 millones de pobres en el mundo, de los que el 80 % vivía en zonas rurales), Poisot reivindica lo poco que cuestan esos programas, de 25 a 40 dólares por persona, teniendo en cuenta lo que se aprende.


"Muchos gobiernos los han asumido y han creado programas nacionales. También las comunidades continúan las actividades tras el curso, sin tener que limitarse a una semana, y han formado
asociaciones'', concluye.