Este 4 de febrero María Estela Martínez viuda de Perón "Isabelita", cumple 80 años. Mucho se sabe de ella. Sobre todo por su célebre boda madrileña con Juan Domingo Perón en 1961 y su paso por la Presidencia de la Nación, tras la muerte de su esposo (1974-1976). "La Perón", como le llaman todavía en España, donde reside, pudo haberse quedado apaciblemente y sin problemas económicos en España.

Pero era su esposo al que habían convencido de que volviera y, además, que fuera candidato a presidente de la Argentina por tercera vez. Ni Perón ni Isabel querían regresar definitivamente como lo planificaron hasta 1970, ni mucho menos asumir tan importantes responsabilidades, según quedó atestiguado en Madrid. Lo quiso el Movimiento Nacional Justicialista, buena parte de cuya dirigencia había luchado por su retorno a la Argentina y sufrido numerosas bajas humanas desde el mismísimo 1955 del derrocamiento del general. Si esto no pudo suceder hasta 1970, dada la edad de líder (a la sazón 75 años), ya no tenía sentido, como no fuese un regreso simbólico y en olor a multitudes. En ese periodo de 17 años (16 de septiembre de 1955- 17 de noviembre de 1972, del primer retorno) había surgido un ala militante del peronismo que abrazó la violencia como medio de apurar el fin de las dictaduras de Lonardi, Aramburu-Rojas, Onganía, Levingston y Lanusse). Esa actitud beligerante podía justificarse bajo las citadas autocracias, pero jamás bajo la democracia restaurada el 25 de mayo de 1973 con Cámpora-Solano Lima, primero y Perón-Perón después, con más del 68% de los votos.

Abiertos todos los canales imaginables en paz y libertad, con un Congreso Nacional nutrido de representantes de todos los sectores e ideologías, ¿para qué instalar una profunda inestabilidad con atentados terroristas diarios, muertes y miedo generalizado? Y si sabemos para qué, ¿por qué no se pensó en el país antes que en intereses políticos? Lo peor fue que luego esa violencia se generó desde el mismo Estado: frente a los sombríos (en democracia) Montoneros (tendencia revolucionaria del peronismo) y el tétrico ERP (ejército revolucionario del pueblo), surgió la tenebrosa Triple A (alianza anticomunista argentina). Con distinta ideología, desde la ultraizquierda y desde el fascismo, provocaban un reguero de sangre fratricida entre los argentinos.

Producto de todo aquello, una frágil mujer que asumió la Presidencia sin haber buscado nunca el cargo ni otra notoriedad que no fuese ser la tercera esposa de Perón, fue empujada a un final perfectamente evitable. Sobre todo si su partido y los partidos de la oposición, que se comprometieron ante el cadáver de Perón (1 de julio de 1974) en apoyarla en nombre de la democracia, hubiesen actuado con mayor altura para tan difíciles tiempos. Hoy, cuando todavía están pendientes causas penales contra Isabel, por secuestros (algunos en San Juan ), torturas, desapariciones y muertes bajo su periodo constitucional, hay que recordar lo que no se recuerda o no se quiere recordar, para lo cual sólo hay que acudir a las hemerotecas (por ejemplo aquí, la Biblioteca Franklin) o a algún espacio objetivo de Internet: los trabajadores organizados (CGT y 62 Organizaciones), los empresarios (CGE), todos los gobernadores de 1975, la Iglesia Católica, dirigentes de distintos sectores y hasta los vecinales más anónimos, reunidos en Asamblea, a la que adhirieron los partidos políticos con Balbín al frente, rogaron a la presidenta Isabel Perón "combatir y erradicar la violencia contrarrevolucionaria" que había provocado sólo en 1974, 200 muertos. Isabel actuó en consecuencia. ¿Sólo ella tiene culpas?

A las puertas del fin de su vida, a todo mortal, pero especialmente a los que tuvieron altas responsabilidades de Estado, hay que analizarlos o estudiarlos sobre la balanza de la justicia más racional. Dentro de la ley, todo, fuera de la ley, nada, fue el axioma peronista y emblema del discurso final de Perón entre 1973 y 1974. Aquel Perón de la paz y la reconciliación, era el tan mentado "último Perón" que los violentos, de un lado y de otro, no dejaron trabajar en paz. En medio de todo ese pasado que sobrevuela cada tanto nuestros días, una riojana criada en Buenos Aires, la primera presidenta constitucional de la Argentina, hoy anciana de 80 años, no puede aún sacar sus pies de tanto barro histórico que no termina de escurrir porque, al margen de lo que deba hacer aún la Justicia, muchos argentinos, sobre todo dirigentes, todavía no muestran la madurez que necesitan ver las nuevas generaciones.