"De un bronce que no envejece, mirando de frente nuestros días,...está el crucifijo que nos dejó mi madre...''

Ahí está, junto a la ventana que desliza en soles el jardín del fondo, firme en su silencio, imponente en nuestros pechos. De un bronce que no envejece, mirando de frente nuestros días, prudentemente, está el crucifijo que nos dejó mi madre.


Muchas veces suelo detenerme frente a él. Lo contemplo de un modo que no sería capaz de describir. Sí puedo asegurar que en el bruñido de su cuerpo luz se me vienen en fábula dulce los días de mi madre, los últimos encuentros con nuestras cosas cotidianas, desde una vejez digna y cercada de sentimientos. Y, mirando varios años atrás, la epopeya frontalmente humana de mis padres compartiendo lunas y memorias, sonrisas tiernas y lágrimas. Todo puede pasar frente al paisaje cristalino de este Cristo aferrado y testimonial a su sagrada historia de incomprensión, traiciones y prodigios.


Le he hablado muchas veces, y es seguro que el vergel que invade mis venas cuando lo hago, es una respuesta. Casi me es imposible pasar por allí y no mirarlo desde el corazón. Uno crea sus propios espejos; uno encuentra su historia en los sitios donde quiere encontrarla, aunque algunas veces esa crónica personal nos agasaja o acomete en sueños, en soledades, en roces con las cosas, sin llamarla.


Ahí está, recibiendo desde el sur cachetazos helados de inviernos inclementes; "secándose al sol" los veranos, como la hierba gastada del mate triste de Discépolo, cuando a la "yira" que "gasta sus tamangos buscando ese mango" le otorga un sitial de dignidad en el mapa de sus tangos.


Esta encrucijada amable e inofensiva destilada en bronce se ha traído pedazos crujientes de mi casa paterna, de las moradas donde transitamos con nuestros padres la epopeya de vivir con pocas cosas y caudales de emociones. Ahí está, "pedacito de cielo", como quiere significarnos la sentencia crucial de Homero Expósito en uno de sus valses monumentales. Esa señal dorada que me trae pura infancia y adolescencia en ruedo familiar, nos mira apacible y rigurosa, apoyada de dolidas espaldas al pasado cuajado de aromas, cruce sagrado de varias esquinas donde la fe quiere hacer pie.


Desde la ventana del último hogar con mis padres siento el sonido huidizo del afilador llamándonos en voz aguda a su digno oficio; el kerosenero apoya su enorme embudo en la chata; el lechero nos golpea la puerta; al abrirla, inclina su enorme tacho de leche en su jarrito de aluminio y se va por la acera de los recuerdos; mientras, un domingo mi madre toma el camino de la Catedral donde ya resuenan siete campanadas.

Por Dr. Raúl De la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete