Mientras escribo veo la carita del pequeño Lucio Dupuy y no puedo dejar de hacerme una y otra vez la misma pregunta. ¿Qué lo mató? La crónica policial nos dirá que la progenitora y su novia fueron las autoras materiales del crimen. No es eso lo que me causa angustia. Me inquietan las causas. Independientemente del veredicto, sospecho que el odio fue el desencadenante de esta tragedia. 

Entre luces y sombras

Vivimos una época signada por la promoción de los derechos humanos. Y ello, en el balance final, será una de las luces del siglo XX y lo que va del XXI. Sin embargo, nos quedan algunas asignaturas pendientes. Una de ellas es no haber reparado en la necesidad de promover la habilidad para defenderlos sin negar ni desconsiderar los derechos de los demás. Nos falta desarrollar esa capacidad de autoafirmar nuestras convicciones sin denostar las posiciones distintas. Y solemos pasar, como en otras tantas cosas, cabalgando al compás del péndulo: de un extremo al otro, de la pasividad a la agresividad. Del silencio cómplice a la cancelación del otro por pensar diferente. La empatía y asertividad como destreza comunicacional debe formar parte en la enseñanza de los derechos humanos. La sociedad no quiere encubridores, pero tampoco victimarios de atropellos. 

 El odio nunca es una opción

La lucha por los derechos propios no puede violentar los derechos ajenos. Por convicción y solidaridad hacia mi género, siempre he defendido nuestros derechos basados en la dignidad de la mujer. En ese sentido también quiero ser clara: la legítima defensa de los derechos de las mujeres, no puede tener como contracara el atropello a los derechos de los hombres. Las conductas de odio hacia la mujer que se manifiesta en actos violentos contra ella por el sólo hecho de ser mujer, no se erradican promoviendo la aversión hacia el varón. Ni la misoginia (del griego miso y gine: odio a la mujer), ni la misandria (palabra que se origina en los vocablos griegos, miso, que odia, y andrós, varón) pueden ser alternativas válidas para la construcción de una sociedad justa e inclusiva. En cualquiera de sus manifestaciones y cualquiera fuese el destinatario, el odio como sentimiento intenso de repulsa hacia alguien, es una forma de violencia. Violencia que no queda sólo en el interior de la persona, dañándola primero a ella, sino que además siempre conlleva el deseo de producir un perjuicio. Los femicidios que tanto nos preocupan (no se sí nos ocupan, en la misma medida) nacieron antes en el corazón de un hombre que odia a las mujeres y a lo femenino. 

Hay muchas formas de cancelar al otro. El odio tal vez sea, la forma más inhumana y definitiva de lograrlo. En su contracara, el amor es la afirmación del otro, de su existencia, de su biografía y valores. El amor al prójimo, además de afectivo es por naturaleza efectivo y universal. Porque abraza a todos, no hay lugar para la acepción de persona. Se conjuga en el servicio desinteresado, en el dar, en el darse. Se nutre de actitudes concretas de afabilidad, cortesía y apertura al diálogo. En las antípodas, el odio es un "no lugar" para el alma. Sin olvidarnos que la discriminación, la intolerancia y la misma violencia en todas sus aristas, son hijos predilectos del odio. 


Cuando el odio mata 

Los humanos hemos inventado cientos de formas de matar, por odio, al hermano diferente: homicidios, guerras, genocidios por motivos religiosos, etnocidios, homicidios por xenofobia, por sentimientos homofóbicos, femicidios, travesticidios. 

Vuelvo a pensar en Lucio y mi certeza aumenta. El odio fue desencadenante de este crimen. ¿Qué otra cosa sino odio al hombre pudo llevarles a ultrajarlo sexualmente y lastimar sus genitales? Y no hay ideología ni colores que puedan justificar tal ensañamiento. Ello, sin contar que en el odio naufraga todo derecho. Eso es lo que angustia. No es odiando como se construyen y defienden derechos. Seguramente con estas afirmaciones voy perdiendo lectores en el camino. Pero la única forma de respetar la libertad de opinión del otro, es afirmar sin condicionamientos mi propia libertad. Si no puedo afirmarme en mis convicciones, jamás podré afirmarte en las tuyas.

Por Miryan Andujar
Abogada, docente e investigadora
Instituto de Bioética de la UCCuyo