Por Silvana Cataldo
Especialista en formación en lectura
Hay un dilema que atraviesa la vida contemporánea: ¿queremos ser felices o simplemente parecerlo? La pregunta resuena en las charlas con docentes, en las reuniones familiares y en cualquier conversación donde aparezca la crianza. Nuestros hijos crecen en un ecosistema saturado de imágenes perfectas, donde la felicidad se mide en likes y la vida se filtra a través de pantallas que amplifican tanto los sueños como las inseguridades.
Las redes sociales no inventaron la comparación ni la necesidad de reconocimiento, pero las potenciaron a una escala inédita. Lo que antes ocurría en forma esporádica (mirar de reojo la vida ajena) hoy ocupa gran parte de nuestro tiempo. Y tiene un impacto emocional aunque los adultos podamos, en la mayoría de los casos, convivir con eso. ¿Qué pasa por la mente de un niño o un adolescente que pasa horas frente a cuerpos ideales, viajes idílicos o rutinas impecables? Muchos parámetros e ideas que están en formación se ven distorsionadas y la autoestima se ve afectada y esas imágenes se transforman en modelos del mundo que se debe alcanzar para ser feliz. No es casual que aumenten la ansiedad, la sensación de insuficiencia y el miedo constante a quedarse afuera.
¿Pero qué es realmente ser feliz? Seguramente hay tantas respuestas como personas para esta pregunta. Lo que sin dudas debería atravesar a todas las definiciones sobre felicidad es el estado de bienestar, es decir, la sensación interior de que todo está tranquilo, en orden, bien. El bienestar requiere tiempo, vínculos y sentido, factores que muchas veces quedan relegados en la web frente al ciclo veloz de estímulo y recompensa. Y aparece una ilusión peligrosa: que podemos controlar cómo nos ven, que la vida real es apenas el borrador de aquello que será validado (o no) en la pantalla.
¿Se puede enseñar a ser feliz?
La felicidad no es un estado permanente ni una receta que se memoriza. Pero tampoco llega a la vida de nadie de manera espontánea. Requiere el desarrollo de un conjunto de habilidades emocionales, cognitivas y sociales que se entrenan, del mismo modo que se aprende a leer o a andar en bicicleta. Por eso, podríamos afirmar que se puede (¿se debe?) enseñar a ser feliz. Para acompañar el crecimiento de niños y adolescentes, aquí, algunas recomendaciones para poner en práctica:
1) Hablar de lo que no se ve. Ayudarles a comprender cómo funcionan las redes, qué se muestra, qué se oculta y cómo operan los algoritmos. Entender el artificio disminuye el impacto de la comparación.
2) Crear espacios para la vida offline. Juegos, caminatas, tiempo compartido sin pantallas. No se trata de demonizar lo digital, sino de volver a conectar con aquello que las redes no pueden ofrecer: presencia, calma, vínculo.
3) Fortalecer la autonomía emocional. Dar espacio para nombrar lo que sienten, enseñarles a esperar, a tolerar la frustración, a distinguir lo que desean de lo que las redes les dicen que deberían desear.
4) Construir identidad desde la experiencia, no desde la aprobación. Ayudarles a descubrir qué los entusiasma, en qué son buenos, qué los hace sentirse valiosos más allá del aplauso externo. El autoconocimiento es clave para que puedan tomar decisiones.
5) Modelar con el propio ejemplo. Los chicos aprenden más de lo que ven que de lo que escuchan. Nuestro propio vínculo con las pantallas habla y enseña más de lo que creemos.
Proteger la felicidad de nuestros hijos no significa alejarlos del mundo digital, sino acompañarlos a habitarlo con criterio y autonomía. Ser feliz no es estar siempre bien: es tener herramientas para comprender lo que sentimos, construir vínculos genuinos y darle sentido a lo que hacemos, en cualquier ámbito por el que transitemos.

