Durante el siglo XIX comienza a consolidarse una verdadera revolución en el mundo, la que mayor transformación y progreso trajo a la humanidad. Una revolución sin sangre, sin guillotinas, sin persecuciones ni pretextos para despotismos. Se trató de la Revolución Industrial que, fruto desarrollos técnicos y científicos, había comenzado a manifestarse en el siglo precedente. En toda época previa, las riquezas eran privativas de monarcas o de quienes explotaban el trabajo de los que nada poseían, ni bienes ni poder alguno. U obtenidas mediante saqueos o exacciones de pueblos conquistados con guerras. Pero la Revolución Industrial terminó con todo aquello, abriendo para todos y cada uno la puerta a la dignidad que da el trabajo. Fue cuando las ciudades se van transformando en urbes, al paso que recibían a miles de inmigrantes para trabajar en las nuevas fábricas. Las vías de tren y rutas se extendían a modo de ramificaciones propagadoras de desarrollo. El telégrafo, los transportes motorizados y los medios de comunicación hacían posible un nivel de intercambio, conciencia y conocimiento jamás imaginados con anterioridad. Las naciones pioneras en esta revolución, aunque también aquellas que sólo proveían materias primas, se enriquecieron. Y los estados, entonces nacientes en su mayoría, también lo hicieron, mediante cobro de impuestos. Como era inevitable, surgieron críticas sobre cómo se configuraban las "sociedades industriales", con empresarios en algunos casos acaudalados y operarios con salarios modestos. Aunque nunca los sectores más humildes habían tenido mejor nivel de vida, las condiciones laborales todavía distaban de lo ideal. Desde la política, en el siglo XX, comienza a emerger el concepto de "Estado de bienestar", bajo la idea de nivelar a todos los ciudadanos con beneficios tales como salud, jubilación, seguro de desempleo, entre otros. Algunos países otorgaron tales prestaciones en correlación con sus posibilidades. Otros, al parecer no hicieron cuenta alguna, comprometiéndose a cada vez más beneficios sin poderlos sufragar. Es cuando aparecen las deudas externas, inflaciones por emisión monetaria y toda clase de maniobra macroeconómica, con el propósito de financiar a estados imposibilitados de afrontar sus compromisos sociales.

En tal coyuntura se encuentran hoy varias naciones. Sus culturas han internalizado algo imposible, por su inviabilidad económica. Es el caso de Francia, donde el Poder Ejecutivo ha decretado la suba de la edad jubilatoria de los 62 a los 64 años, a fin de salvaguardar el sistema. Y pese a que sería aplicable recién a partir de 2030, las protestas callejeras han perturbado seriamente los espacios públicos. Gases lacrimógenos, fuego, destrucción, entre 1 y 2 millones de ciudadanos en protesta con cientos de heridos y detenidos. Ya sería momento de que los gobiernos admitan seriamente lo que es posible, no lo que entusiasma en la hora electoral. Caso contrario, de bienestar, los estados ya sólo podrán ofrecer palabras.