No es una vergüenza. Todo lo contrario. Para Marcelo Espinoza trabajar como recolector de residuos es un orgullo. Lo hace desde hace 25 años y no tiene pensado dejarlo. Sabe que no es algo a lo que cualquiera se anime y por eso, infla el pecho. Ese trabajo, dignísimo, le da de comer a su familia.

Arrancó cuando tenía apenas 18 años, siendo muy pibe. Al principio no fue nada fácil. A la dura tarea que implica convivir con la basura ajena, debió sumarle el maltrato y discriminación por parte de vecinos y la incomprensión de sus propios amigos. Pero todo eso fue pasando y ahora, ya maduro, entiende que sólo fue parte de un proceso que comenzó con la ignorancia.

“Yo desconocía totalmente lo que se hacía. Con el tiempo me di cuenta que la tarea es muy importante. La función es de dar un servicio al vecino. Es un trabajo digno, a pesar de que alguna vez fui maltratado por algún vecino que no entendía la tarea. Por ahí nos llaman basureros y no es así. Somos recolectores de residuos”, le dice a DIARIO DE CUYO dejando en claro que no le gusta ni un poco que subestimen su labor.

Es que no es nada sencillo. Recoger y revolver los deshechos de terceros, con todo lo que conlleva, es sólo para valientes, para almas generosas, para estómagos fuertes. No sólo se trata de un tema relacionado a la higiene, sino también a la salud. “Algunos tiran vidrios, platos rotos, jeringas. Hemos sufrido cortes en manos y rodillas. Son accidentes comunes que se generan en la recolección de residuos”. ¿Cómo se actúa ante esas situaciones de peligro? Se asiste al trabajador, se le hacen las correspondientes curaciones y los análisis de rutina para descartar enfermedades. “Afortunadamente, no hemos tenido problemas mayores con respecto a ese tema”.

Y con los olores sucede algo similar. Pese al uso de barbijos, el hedor nauseabundo traspasa las telas y se cuela en lo más profundo de la nariz. “Uno nunca se acostumbra a eso, pero hay cosas que ayudan”.

Con sus compañeros de trabajo a los que siente como su segunda familia.

En 25 años de trabajo, Marcelo cosechó miles de anécdotas. Y hallazgos por demás insólitos. “Lo más raro que he encontrado es una bota con dinero que una mujer dejó en una bolsa. Ella guardó sus ahorros así y en un descuido, la tiró a la basura. Cuando se dio cuenta, vino desesperada a decirnos lo que había pasado. Entre todos revolvimos el camión hasta que la encontramos. Fue un orgullo haber quedado bien con esa familia. Fue hace dos años, eran unos 5 mil dólares. Nos agradeció y nos ofreció recompensa, pero no se la aceptamos”, comentó.

Sin embargo, él guarda un recuerdo especial de otra situación particular. “Un día encontramos el DNI de un hombre de Valle Fértil. Era una persona que no estaba actualizada, no sabía hacer los trámites. Lo encontramos y se lo llevamos. Fue una gran satisfacción”.

Encontrar dinero o alhajas es casi habitual. “Conocemos cada sector de Santa Lucía. Cuando encontramos una dirección, lo devolvemos y hemos quedado muy bien. Se ha creado un vínculo muy lindo con los vecinos”.

Pero, por supuesto, las malas son mayoría y realmente espantosas. “Lo peor es cuando dejan caballos faenados. Es muy triste ver lo que hacen con los animales”.

Con las manos llenas de callos de tanto trabajar y una voz monocorde, el hombre se muestra tranquilo, conforme, orgulloso del servicio que presta. “Toda mi vida he trabajado acá, me he acostumbrado. Somos una gran familia, se ha creado un vínculo de mucha amistad. Al principio fue difícil, pero hacemos nuestro trabajo con mucha dedicación y esfuerzo”.