Cristina Kirchner nunca fue ajena al esquema de sobornos montado por su marido cuando se hicieron cargo del gobierno. Hay nuevas pruebas. El otrora poderoso secretario de Obras Públicas, José Francisco López , declaró ante el juez Claudio Bonadio y el fiscal Carlos Stornelli que los dólares que revoleó en un convento de General Rodríguez durante una noche alucinada eran en verdad de Cristina. López no tuvo nunca ninguna duda de que ese dinero, más de nueve millones de dólares, pertenecía a la expresidenta.

Se lo había encargado el exsecretario privado de Cristina, Fabián Gutiérrez, quien, aun alejado de la función pública, acompañó a la exmandataria en la Casa de Gobierno hasta el 9 de diciembre de 2015, el último día que esta estuvo en el despacho presidencial. Gutiérrez nunca dejó de ser un hombre de extrema confianza de Cristina, aún después de que debió renunciar, perseguido por la Justicia en un juicio por enriquecimiento ilícito. Durante la gestión kirchnerista, Gutiérrez aumentó su patrimonio en más del 700 por ciento.

José López había recibido la instrucción de cambiar de lugar esos nueve millones de dólares. Gutiérrez lo llamó en nombre de Cristina. Lo citó en el Hotel City, en la calle Bolívar, y ahí le dijo que había "que mover plata" y que esa noche le haría llegar el dinero. Esa noche, el 13 de junio de 2016, López recibió los bolsos en su domicilio de la capital. López siempre supo que Gutiérrez era Cristina. Nunca dudó de ese vínculo. Tanto los dólares como las joyas (relojes Rolex, gemelos, collares, anillos, aros y pulseras) formaban parte del envío de Cristina. La encomienda lo desconcertó, según contó, porque no sabía dónde colocarlos en un lugar seguro, hasta que se acordó del convento de monjas (en rigor, no eran monjas) que Julio De Vido y el propio López solían frecuentar y atiborrar de donativos (del Estado, no de ellos, desde ya). López les agregó a los bolsos una sola cosa de su propiedad, según declaró: una carabina de fabricación suiza Sig Sauer 522LR.

El exsecretario ya había declarado en el juicio oral y público que se realiza por los dólares lanzados al convento que el dinero no era suyo, sino "de la política", aunque se había negado a precisar ante ese tribunal el nombre de su dueño (o dueña).

Monasterio donde fue detenido José López

López recibía las coimas , pero no era el beneficiario final. El receptor último era Néstor Kirchner y, luego, Cristina. La declaración de López tiene tal significación que es la única que se mantiene guardada bajo siete llaves en las oficinas de Bonadio y Stornelli. Aunque dependía formalmente de De Vido, López tenía una relación política directa con el entonces matrimonio presidencial. También les contó al juez y al fiscal que, luego de la muerte de Néstor Kirchner, en 2010, el sistema de cobro de sobornos entró en un paréntesis. Nadie se animaba a hablarle a Cristina de esas cosas. Nadie sabía si ella estaba al tanto de cómo había sido todo. Nadie quería ser el primero en describirle que durante los cinco o seis años anteriores el Gobierno había sido sobornado por importantes empresarios argentinos. Por esos días, y meses, circuló la versión de una presidenta ajena a la corrupción, que se había sorprendido, enfurecida, del sistema de corrupción construido por su esposo muerto. Incluso, se llegó a difundir que el hijo de ambos, el hoy diputado Máximo Kirchner , había destruido el famoso cuaderno de su padre (en el que llevaba prolija cuenta de la recaudación deshonesta) en un ataque de decepción y furia. Nada fue así.

José López les contó a Bonadio y a Stornelli que Cristina lo llamó al despacho presidencial un día de mediados de 2011. Le mostró el cuaderno de Néstor Kirchner, una descripción tan obsesiva como la de Centeno del dinero que entraba a la familia por los negocios espurios, en el que detallaba quiénes eran los recaudadores, quiénes eran los que pagaban y dónde estaba esa plata. Los cuadernos han sido la victoria y la derrota de los Kirchner. Cristina le lanzó a López una pregunta directa e inesperada: "¿Vas a ser parte de la solución o del problema?", lo interrogó mientras empuñaba el cuaderno. López bajó la cabeza y empezó a contar todo, absolutamente todo. Cómo era el sistema, cuánto se cobraba por cada obra pública, cómo eran las licitaciones, quiénes eran los empresarios beneficiarios del sistema, cómo era el círculo de recaudación, quiénes eran los recaudadores. Desde ese momento, el sistema de corrupción salió del paréntesis en el que estaba y volvió a funcionar como lo había hecho mientras vivió Néstor Kirchner. Ese antecedente y su propia experiencia durante la gestión de Cristina Kirchner hicieron que no le llamara la atención cuando Fabián Gutiérrez se presentó en nombre de Cristina y le envió los bolsos con más de 9 millones de dólares y varias joyas. Todo eso era de Cristina, asegura López, sin dudar. Así quedó escrito (y firmado por López) en el acta de su declaración como arrepentido. El juez y el fiscal decidieron, de todos modos, corroborar la veracidad de la declaración de López. En eso están.

Solo lo hizo ante Bonadio y Stornelli cuando quedó seriamente comprometido por su condición de receptor de los sobornos que pagaban los empresarios de obras públicas a través de Roberto Baratta. El chofer de Baratta era Oscar Centeno, el escribidor de los cuadernos que reveló LA NACION. Algo extraño sucedió cuando López empezó a hablar ante Stornelli, el primero que lo interrogó, de Cristina, de Fabián Gutiérrez y de los bolsos con dólares y joyas. Su miedo era evidente. El ataque de pánico le provocó temblores en las manos. Fue en ese momento cuando López pidió ser un imputado protegido por la Justicia y no volver más al penal de Ezeiza. La Justicia accedió. López está ahora en un lugar que nadie conoce. El sistema de amenazas y miedo es común a todos los presos de Ezeiza que fueron funcionarios públicos. El código mafioso de no delatar debe respetarse. La advertencia la hizo pública, incluso, De Vido en una carta. El compromiso no debe romperse aun cuando muchos están ya en franca decadencia. Un funcionario que visitó hace poco el penal de Marcos Paz lo vio a De Vido sentado en una silla de plástico, con la barba muy larga y con la mirada perdida. Era la imagen de la ruina.

Fuente: Joaquín Morales Solá, LA NACIÓN.