Las Flores. Debía llegar a un punto preciso y me interné en sus calles, rodeadas de caserones antiguos. Me pareció, con menos arboleda que antes, cuando vivía mi padre y ese paraje era como nuestro. En ese entonces, allí pasábamos las vacaciones de verano. La vida estaba toda por delante, pero a nuestro parecer se iba por la noche y después volvía a la mañana. Es decir, la vida era el día que estábamos viviendo y nada más.


Eso buscaba. Un reencuentro con mi niñez, con el torbellino de cosas simples que articularon nuestra infantil inocencia. ¿Estaría allí todavía lo que fue nuestra casa de verano? Metiéndonos en el pueblo de Las Flores, una vez dejada atrás la estación del ACA, una sinuosa línea asfáltica nos conducía por un territorio familiar. Un lugareño supo orientarme. "¿Esa finca? Sí, está cerca. Vuelva al pavimento, y en un cruce de calles tome a la derecha, como yendo a Pismanta". Lo hicimos y cuando la vi, una antigua forma se apoderó de mí. Esa fue la finca de mi viejo, donde tenía el aserradero, el alazán, los burros, los álamos. Poco más allá, abandonamos el asfalto y nos metimos en el breve callejón, donde debía estar la vieja casa. Cuando la encontramos, aquella antigua forma se corporizó más aún y sentí que el pedazo de vida que había dejado se me calzaba otra vez, como prendas de niño que hubiesen estado aguardando por años. Comprendí que el pasado se encarga de poner a buen cuidado lo que fuimos, porque no me fueron extrañas esas piedras en la verja de madera de álamo, ni el frente hogareño, ni los dos pinos cuya copa sobresalía sobre los techos, por detrás.


Con respeto reverencial crucé el jardín, y golpeé a la puerta. Nadie respondió. No pude contener el impulso de husmear la casa desde fuera y mandé mi mirada hacia el fondo. Allí estaba el viejo horno de barro y comprobé la majestad de los dos pinos que en eterna vigilia continuaban custodiando la casa. Los ventanales, celosamente cerrados, no me permitieron auscultar, como hubiese querido, el amplio comedor, las habitaciones, los pasillos por donde transitamos días felices. Más a los fondos, no pude ver si todavía estaba la vieja represa que proveía de agua a toda la finca. Por un momento me ví caminando por entre la fila de colmenas que allí había, con las abejas asolando mi cara, y mi abuelo corriendo a socorrerme, para untarme con barro podrido los aguijones. Mirando el contrafrente, busqué el aserradero, y palpé el desencanto de la inactividad, del músculo dormido. Fue paradójico apreciar el contraste con aquel pasado pujante y fibroso, en que vigorosos brazos iban de aquí para allá moviendo enormes troncos, los pasaban por la hoja dentada, y a mí me gustaba oler el aserrín fresco y húmedo. Y ver a mi tío Nahún, accionando un timbre que indicaba la hora de entrar o salir. Pero no fueron solamente eso, aquellos veranos en Iglesia. Lo fueron también los baños de Pismanta, Centenario y Rosales. Las visitas a Colangüil, Huañizuhil, Tudcum, Rodeo, Angualasto. Más el color y el aroma a jarilla durante el viaje desde la ciudad, desayunando en la Ciénaga, subiendo el Colorado, viendo las minas de Hualilán. También la amistad de mi viejo con don Crispin Poblete. La "Ñata", joven muchacha que nos ayudaba en casa, y la historia aquella del chileno Saguez Gomes, a quien mi papá conocía, que por entonces se cargó la vida de tres arrieros, que iban de camino a Chile.


Eso fui buscando en Las Flores. Ahora que estoy de vuelta, pienso que allá, en aquel viejo caserón, quedaron colgados mi pantalón corto y las "championes", aguardando que, a lo mejor, vuelva otra vez aquel pibe que jugaba con sus hermanos, miraba todos los días la cara de su mamá y se dejaba llevar por los desvelos de su padre, obstinado en su afán por hacerle gustar los secretos del campo.


Las Flores, departamento Iglesia. Imposible olvidar aquel feliz paisaje de nuestra niñez.