Una de las mejores cosas que nos tiene reservada la vida es la sobremesa familiar. Comer, aparte de saludable, es lindo. Pero no supera el placer de la conversación, que se enseñorea por sobre los platos, mientras los están retirando, y el aroma aún suspendido de lo que acabamos de consumir. Hablaba y escuchaba, mientras, imperceptiblemente, jugaban mis dedos con unas miguitas de pan, que suelen permanecer en la mesa como restos de lo que fue el almuerzo. Resisten ahí, hasta que se retira el mantel y van a parar al piso, cuando aquél es sacudido sobre el patio.


Aún veo la imagen de mi perrito, moviendo animosamente la cola mientras espera ese momento. Esas miguitas, que se dejan amasar con breves movimientos hasta adoptar la forma de una pelotita. Es un meneo casi involuntario de mis dedos, mientras conservo mi concentración sobre el tema motivo de la charla. Este efecto no es buscado conscientemente. Pero de él me he dado cuenta con el paso de los años. Debo haber llegado a esa conclusión, seguramente algún día en que no tenía nada que hacer y dejaba divagar la mente en asuntos desprovistos de importancia.


"Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado", dice Borges en su cuento "El Sur", señalando el momento decisivo en que el protagonista, Dahlmann, era provocado, en un oscuro bar del Sur, por unos muchachones que comían "ruidosamente" en otra mesa. Después se repetiría la ofensa, no quedándole más remedio que jugar su hombría, salir afuera, y batirse en un inesperado duelo a cuchillo, que lo llevaría a la muerte.


Las miguitas de pan, más de una vez sirvieron de proyectil para la chanza, la burla, o, como en este caso, la provocación. Así comenzaron varios juegos de nuestra juventud, en la sobremesa de algún asado, para culminar con un furioso intercambio de bollitos de pan, en una sana exteriorización del impulso juvenil, orientado hacia la diversión en el desinhibido paso de aquellas horas.


Pero la miguitas de las que conservo un recuerdo más tierno son las que se envolvían y desenvolvían entre los dedos de mi viejo. Una vez terminada la comida, solía abrir su paquete de cigarrillos "Saratoga" y fumaba apaciblemente, mientras con la otra mano "fabricaba" pelotitas. Un ritual imborrable. "En noches de invierno, juntito al brasero", como dice el verso de Raúl de la Torre, se cocinaban esos momentos irrepetibles. Uno encuentra que son pequeñas cosas las artífices de una etapa donde algo parecido a la felicidad, no era un bien inalcanzable, y salía a nuestro encuentro como si fuese un amigo más.