Los queridos y recordados cines de San Juan, tanto del radio céntrico como los periféricos o departamentales, contienen cantidad de recuerdos y anécdotas chispeantes. Además de esa especie de hechizo que tenían, eran asistidos por una serie de personajes inolvidables, desde aquel hombre de la propaganda callejera, que a viva voz con un parlante anunciaba un estreno; hasta el vendedor de entradas, acomodador y tantos más. Otro de los condimentos típicos de los cines, eran los afables carameleros, un oficio que obviamente, al desaparecer aquellas salas cinematográficas, ellos también se diluyeron. Un amable hombre llamado Esteban Seffair, hoy empleado de una conocida pinturería, fue en sus años mozos caramelero, y lo expresa con orgullo y añoranza.

"Fue la mejor época de mi vida..." dice, "allá por la década del 70". Fue caramelero en los cines citadinos, como el Estornell, Renacimiento, Gran Rex o San Martín, pues eran ambulantes. Este oficio tornaban las maravillosas salidas al cine en una jornada más agradable y amena. Aún resuenan esas palabras, expresadas en el momento justo, con algo de magia y pertinacia: "Aero, caramelo...". Don Esteban recuerda que este quehacer implicaba toda una organización. Existía una suerte de jefe que estaba a cargo de todo un conjunto de carameleros. Él los proveía no sólo de golosinas, sino también de la indumentaria, que era obligatoria, a la vez que los identificaba en esas salas colmadas de público. Vestían una chaquetilla y rigurosa corbata. Todos eran hombres, el oficio "no era apto para mujeres". La clásica bandeja de madera, que colgaban sobre el pecho con una correa, era el elemento que más los distinguía.

Esta bandeja estaba saturada de golosinas, como el clásico maní con chocolate que ofrecían, además de caramelos, pastillas de menta, otro chocolate comprimido marca "Águila", y hasta cajas de bombones. En cada sala solía haber 5 ó 6 de estos vendedores, que en el intervalo, ya que se proyectaban dos filmes, aprovechaban para vender. Los fines de semanas, cuando había hasta tres funciones, era su tiempo de bonanza para vender. El resto de los días, solo matiné y función noche, las ventas menguaban, pero siempre estaban. La paga, según Esteban, era generosa, pues podía "cómprame un traje cada cuatro meses...". Como tantos oficios que hubo, los carameleros se fueron, quedando su recuerdo, principalmente su respeto al público amante del cine.