Vivo en un barrio. Aunque las casas no sean iguales, está presente el espíritu del barrio, y me siento orgulloso de eso. Todavía nos saludamos de manera estentórea con los vecinos, y nos decimos alguna broma. Todavía los almacenes se agitan de comentarios y risas, y el carnicero se cree el "pícaro del escuadrón", como suele ocurrir con algunos carniceros. Vivo en un barrio, y algún vecino saca la silla a la vereda cuando la tardecita esconde rubores entre las moreras, y los cerros de la precordillera la reciben a morir.

Este rito del barrio, de sentarse en la puerta de calle, es algo que me cascabelea en el alma. Ayer vi un vecino triste sentado bajo las alas negras de la noche entrada, mirando a cualquier parte, pensativo se lo veía, casi ausente de las cosas y la vida que transcurre por calles cada vez más excitadas; y se me vino al corazón la sombra iluminada de mis abuelos en igual actitud. Mi abuela de brazos entrelazados sobre el vientre, mirando ausencias desde su cielo de la calle Santa Fe; mi abuelo con algún comentario de su juventud de foguista, cuando el tren llegaba hasta Media Agua, creo, y él tenía sólo 14 años en sus brazos donde comenzaba a columpiar casi inaugural la vida.

La silla de totora en la vereda, quizá sea un símbolo de soledades e historias que se buscan en el desfiladero de las calles o se buscan en túneles de la propia historia; niños que pasan pateando una pelota, mujeres melancólicas que caminan mirando al suelo, y el penúltimo viaje en resuellos del jubilado que ve que el día se le "manda a cambiar" hasta un mañana cortito donde algo tiene que ser mejor, porque así la vida no es vida.

Hacía un tiempo largo que el vecino no salía a sentarse en la puerta de su casa. Algo raro parecía que andaba merodeando el barrio como sombra de perro herido, como gato en celo. Había muerto, y su silla marchaba como volantín traslúcido al cielo, buscando pájaros compinches entre murmullos de veranos raídos y primaveras improbables.

Es posible construir la vida con símbolos de azúcar e ilusiones. Es posible depositar la ingenuidad en esqueletos florecidos de álamo y totora, para que no se escape por la fiebre de enfermedades sociales que el progreso no logra curar con tecnología y sin alma. Es posible la sencillez, es posible la ilusión. No ha muerto el verano que cosecha con manos de fuego las sillas que navegan en las aceras. Hay que inundar de poemas y nostalgias las calles ciegas y las esquinas de barro. Gracias abuelos por sacar la silla a la calle.