En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo! ¿Piensan ustedes que he venido a traer la paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división. De ahora en adelante, cinco miembros de una familia estarán divididos, tres contra dos y dos contra tres (Lc 12,49-53).


La primera lectura de este domingo está tomada del profeta Jeremías y subraya que los profetas son incómodos porque dicen la verdad. Desde siempre, en el mundo circulan mentiras, engaños, embrollos, falsedades, calumnias, y entonces, quien llama a las cosas con el justo nombre resulta terriblemente molesto. Jeremías lo testifica: "Los jefes dijeron al rey: que este hombre sea condenado a muerte, porque con semejantes discursos desmoraliza a los soldados que quedan en esta ciudad, y a todo el pueblo" (Jer 38,4). Pero esto no era cierto. Jeremías decía tan sólo la verdad y criticaba la vida inmoral del pueblo. La respuesta fue: matemos al profeta y continuemos viviendo como antes. Hoy sucede lo mismo que entonces: matemos al mensajero pero no leamos el mensaje. Intentemos decir la verdad o hablar siguiendo los principios del evangelio, y enseguida se desencadenará la persecución. Nos acusarán de estar fuera del tiempo. Probemos a decir que la droga es consecuencia del vacío espiritual de los jóvenes y de su incapacidad de resistencia al sacrificio. Inmediatamente nos responderán que la culpa es de los que despachan estupefacientes, pero nunca dirán que la responsabilidad es de todos nosotros por ayudar a adormecer las conciencias. Dirá Jesús que "el que hace el mal odia la luz a fin de que no sean desenmascaradas sus obras" (Jn 3,20). El que se anima a decir la verdad, tarde o temprano sufrirá la persecución y el maltrato. En el evangelio de hoy, Jesús se anima a decir: "He venido a traer fuego y división sobre la tierra". Deberíamos entenderlo bien. Jesús ha venido a traer la paz, pero esta como fruto de la conversión a la verdad.


La verdad incomoda, crea divisiones, y agita los ánimos de quienes desean la oscuridad de la mentira y de la corrupción.


La vida coherente de la fe, "revoluciona" literalmente la existencia. Los primeros cristianos lo sabían a la perfección y asumían con coraje las consecuencias, sin temor a represalias. Ellos se opusieron con valentía al culto del emperador romano en nombre de la igualdad de todos los seres humanos. Este es el sentido de las palabras de Jesús: "Yo he venido a traer fuego sobre la tierra" (Lc 12,49). Si en la sociedad y el mundo de hoy falta este fuego, es porque hemos buscado "domesticar" la fe. Resulta muy fácil querer cambiar la fe pero no la vida. Hoy recordamos la memoria del sacerdote franciscano polaco san Maximiliano Kolbe. Durante su visita al campo de concentración nazi de Auschwitz, en el tercer día de su viaje apostólico a Polonia, en julio de 2016, el papa Francisco conoció la "celda del hambre" donde fue encerrado Kolbe hasta el día de su muerte, el 14 de agosto de 1941, cuando se le aplicó una inyección de ácido fenólico. Invadida Polonia por los alemanes durante la II Guerra Mundial, Kolbe fue uno de los pocos que no abandonó el monasterio, convirtiéndolo en cobijo de 3.000 refugiados polacos, entre ellos 2.000 judíos. El sacerdote se negó además a firmar la Deutsche Volksliste ("Lista de alemanes"), que le hubiera reconocido derechos de ciudadano alemán, debido a sus ancestros germanos. Los nazis cerraron el monasterio el 17 de febrero de 1941 y la Gestapo, la policía secreta alemana, llevó arrestados a san Maximiliano y a cuatro más. El 28 de mayo de ese año, el P. Kolbe fue transferido a Auschwitz. En el campo de concentración, continuó realizando su ministerio sacerdotal, a pesar del acoso y el maltrato de sus carceleros, en el búnker 11. Allí estaba su celda, espacio minúsculo que solo contaba con una letrina. A fines de julio de 1941, tres prisioneros escaparon del campo de concentración. Para fomentar el temor entre los demás reos, los nazis decidieron encerrar hasta la muerte en la "celda del hambre", a diez personas. San Maximiliano Kolbe se ofreció voluntariamente a tomar el lugar de uno de los condenados, Franciszek Gajowniczek, un sargento y padre de familia polaco con varios hijos. En esa celda, el sacerdote siguió alentando en la fe a sus compañeros, con oraciones y cantos, por lo que un testigo que trabajaba como conserje relató que "tenía la impresión de que estaba en una iglesia". Es que lo que se vive coherentemente se anuncia fácilmente.

Por el Pbro. Dr. José Manuel Fernández