Siempre me ha parecido que la docencia es una de las profesiones más nobles, aunque no siempre tenga el reconocimiento merecido. El docente, término que proviene del latín docens que significa "enseñar'', cumple una función fundamental para la sociedad, pues junto con la familia forma a nuestros niños y jóvenes. La misión que desempeña en la vida de cualquier persona es esencial no sólo brindando contenidos, sino aportando valores que lo acompañarán en su vida personal y laboral. Su aporte en el proceso de sociabilización de los educandos es primordial.


Sin embargo, la lógica de las disputas gremiales con el poder político suele a veces desdibujar la importancia de su misión. Cómo sí la lucha por la defensa de sus derechos fuese en desmedro de la nobleza de su vocación. Hay aquí un doble error de percepción y una asignatura pendiente.

Es un error creer que la vocación docente sigue la suerte de los logros gremiales. Cómo sí a mayores beneficios obtenidos, existiese una mayor vocación por enseñar.

Vamos al primer error. Los gremios o sindicatos no surgieron como consecuencia de una ideología política ni conforman un mal menor que debemos tolerar. Su origen está ínsito en la misma naturaleza humana. Nuestra sociabilidad natural nos lleva a asociarnos para sobrevivir y convivir con otros. De allí que las organizaciones de este tipo constituyen un elemento indispensable de la vida social. Es un derecho fundamental de los trabajadores el crear asociaciones profesionales que los represente auténticamente y defiendan sus intereses legítimos relacionados con el trabajo. La función primordial de estas asociaciones es bregar por la justicia en las relaciones laborales y por los derechos de los trabajadores. Podremos discutir y aún estar en desacuerdo con las medidas de lucha que adopten, pero es esta lucha la que ratifica un derecho humano natural como es el de asociación y el servicio esencial que constituye la educación. 


El segundo error está en creer que la vocación docente sigue la suerte de los logros gremiales. Cómo sí a mayores beneficios obtenidos, existiese una mayor vocación por enseñar. Nada más alejado de la realidad. Todos sabemos que la docencia no está bien remunerada y que muchos docentes deben tener dos o tres cargos para llevar una vida sin sobresaltos. Sin embargo, nada de eso hará mella a la hora de abrazar la docencia, porque ante todo es una vocación. 


Y la vocación es un llamado o convocación. El término proviene del latín "vocatio'' y hace referencia a la inclinación natural de una persona para dedicarse a una determinada forma de vida, carrera o profesión. Algo desde afuera llama, como imán que atrae y desencadena decisiones y conductas. Quien tiene vocación docente siente ese impulso de darse, de enseñar, de compartir sus conocimientos. Por eso necesita el aula y a sus alumnos. 


No olvidemos que el hecho educativo es básicamente un encuentro pedagógico que requiere presencialidad, sobre todo en niños/as y adolescentes. Es un prejuicio y una subestimación hacia los docentes, pensar que se sienten cómodos con medidas de fuerza interminables que le privan del encuentro con sus alumnos. Tampoco debemos confundir vocación docente con beneficencia. Pensar la educación como vocación no debe conducirnos a la trampa de entenderla como filantropía. Por supuesto que hay algo de altruismo en la docencia en cuanto entrega por el bien del otro. Pero como todo trabajador, el docente debe recibir una remuneración justa acorde a su trabajo y función esencial que cumple.


En este sentido también tenemos como sociedad una asignatura pendiente. Debemos sincerar el debate y redefinir las expectativas que poseemos del trabajo docente y su rol en la sociedad. 


El contexto de pandemia que atravesamos ha puesto sobre la mesa la importancia de la educación. Estamos frente a un momento histórico para repensar nuestra visión sobre la docencia y sobre la importancia de la educación en tiempos de pandemia. Tal vez así podamos quitar un poco de presión sobre los docentes para que puedan seguir siendo el corazón del sistema educativo. 

Por Miryan Andújar
Abogada, docente e investigadora
Instituto de Bioética de la UCCuyo