Recientemente hubo un hecho catalogado como histórico por algunos sectores: el vicepresidente de Estados Unidos, Mike Pence, participó en una marcha contra el aborto en Washington, ofreciendo un encendido discurso a favor de la vida. "La vida está ganando nuevamente en EEUU'', dijo ante la multitud. Pero ¿está ganando la vida? ¿La defensa de la vida sólo es una trinchera contra el aborto? 


Considero que más allá de nuestras convicciones políticas o religiosas, "cuidarla vida es cuidar a los más frágiles''. Ello constituye un deber moral fundado en la dimensión social del ser humano. En efecto, para la persona vivir es convivir junto a otros y no puede desplegar su proyecto existencial sino es junto a otros. Esta natural sociabilidad nos enlaza al otro de tal manera, que terminamos siendo responsables, por acción u omisión, de nuevas y antiguas formas de vulnerabilidad. Hacernos los distraídos frente a situaciones que constituyen un agravio a la dignidad humana nos vuelve cómplices de tal ignominia. 


Es cierto que siempre han existido prácticas indignas de la condición humana (esclavitud, guerras fratricidas, penas de muerte, entre otras). Sin embargo un nuevo fenómeno aparece en escena de una afrenta nunca vista: el intento de justificar legalmente estas barbaries. Tal el caso de legislaciones que presentan al aborto como derecho de la mujer sobre su propio cuerpo, olvidando que en el ejercicio de ese pretendido derecho se elimina a un ser humano distinto a la madre. Las leyes dan la espalda a un dato validado científicamente. La ciencia ya ha demostrado que el embrión humano es un individuo genéticamente independiente de su madre. En el momento de la fertilización (penetración del espermatozoide en el óvulo), comienza una nueva vida humana individual. El genoma del embrión no está ejecutado por los órganos de la madre, sino que es un nuevo ser que se construye a sí mismo a instancias de su propio código genético.  

La legalización del aborto implica priorizar la libertad de la madre, frente al derecho a vivir del niño por nacer. ¿Son equiparables estos derechos? ¿Podemos reivindicar nuestra libertad individual, cuando el precio es la vida humana del hijo concebido no nacido? ¿No es acaso la vida humana presupuesto necesario de la libertad?  


Para quienes militamos a favor de la vida resulta auspicioso que autoridades de una potencia mundial alcen su voz contra el aborto. Pero cuidar la fragilidad, no se reduce a luchar solamente contra la legalización del aborto. Existen otros humanos vulnerables cuya fragilidad nos interpela moralmente. Tal el caso de los refugiados e inmigrantes, que despojados de su dignidad y de sus culturas, se ven obligados al exilio. Guerras cruentas, terrorismos fundamentalistas, condiciones de extrema pobreza los expulsan de sus tierras en busca de horizontes inciertos.

Aquella sociabilidad natural que nos vincula individualmente al otro, también nos enlaza como sociedades. Las fronteras, más allá de constituir la demarcación territorial de un país, conforman una especie de tránsito social entre dos culturas. Nunca pueden erigirse muros que dividen y separan. La interdependencia de los pueblos es un dato sociológico insoslayable que comporta un deber moral colectivo. El Papa Francisco exhorta a los países "a una generosa apertura, que en lugar de temer la destrucción de la identidad local sea capar de crear nuevas síntesis culturales'' (Evangelli Gaudium, 210).  


Existen puntos en común en estas situaciones. Ambas constituyen violaciones a derechos humanos y afrentas a la dignidad que se agravan cuando se canalizan a través de políticas de estado. Al respecto, resultan esclarecedoras las palabras de Bernardino Montejano cuando enseña que en Política, la primera regla es seguir la naturaleza. Sí el poder político transgrede la naturaleza pierde sustento y debilita su fuerza moral. 


En la legalización del aborto como derecho de la mujer, el resultado es la muerte del más débil e indefenso de los humanos: el niño concebido no nacido. En las políticas migratorias xenófobas también terminan dando la espalda a un dato de la realidad de la existencia humana: por comunidad de origen y de destino, todos gozamos de idéntica dignidad. Justificar estas políticas en nombre de la identidad nacional o de la reivindicación de los derechos sociales, es abrir una puerta que nos lleva a una pendiente peligrosamente resbaladiza. Es hora de reivindicar el valor del Principio de Solidaridad entre las naciones. La humanidad ya ha sido testigo de demasiados genocidios como para hacernos los distraídos frente a peligros latentes.