¿Puede el hombre andar confiado por sus calles cuando ignora si el transeúnte que camina a su lado conoce el respeto por la vida propia y ajena?
Cuando las muertes sin sentido se adueñan de la vida, las sociedades pierden su aliento y nada equipara el dolor ante la pérdida irreparable. La "muerte por nada" resulta incomprensible al entendimiento humano. En su anhelante y natural proyección en la vida de sus hijos, colmada de sueños hermosos, la malignidad sorprende alfombrando un trance doloroso donde fenece la ilusión de esos padres. Estas muertes que nacen del exceso y el delito, conmocionan siempre a la comunidad, pero en lugar de crear un estado de alerta y defensa, la ley sigue inamovible, quien la aplica tolera la pésima instrucción de las causas y el gobernante responde con verborrea para cubrir su indolente inacción y flojedad. ¡Por favor! Ya no es dable la charlatanería en medio del cortejo que abruma.
No podemos seguir engañándonos los unos a los otros en los extensos programas públicos donde acordamos hablar de lo mismo con la exposición grandilocuente de la petulante sabiduría. El funcionario moderno, cuidadoso de su maquillaje, alejado de sus despachos y sin muestras de cansancio, jamás elude la foto, robando el espacio que otrora fue asiento de los artistas. ¿Será porque los artistas se involucraron en el mundo de la alta ciencia sin entenderla acabadamente? Los argentinos necesitamos con urgencia que cada zapatero vuelva a su zapato, porque con la dignidad humana no se chacotea. Hay un mundo frívolo que debemos desterrar de nosotros mismos, y aunque nos cueste dejarlo, urge hacerlo por el honor y el respeto ante el llanto quejumbroso de la persona humana que se está quebrando en su simiente. La infelicidad ante la muerte absurda no encuentra alivio en los redentores del estrés, porque al pánico generalizado no lo mengua un estado mental ante la adversidad, sino la inexistencia del mal que lo produce. Cuando el valor extravía su cuantía, se pierde en oscilación difusa y errante la medida del equilibrio, consecuentemente, no hay dimensión que pueda evaluar el capital mitigante de tanto sufrimiento humano.
Ninguna guerra nos ha quitado tanta vida cotidianamente, amada profundamente. Posiblemente no haya tiempo para la reflexión cuando se pierde un hijo intempestiva y cruelmente, porque sumido en la infinita tristeza, quien lo padece se queda sin tiempo, sufriendo y soportando su propio dolor, y por el malestar que le causa la indiferencia de un Estado inerte que le abandona a su sola suerte como ciudadano; un Estado que no responde cuando la sangre de la comunidad clama por la vida. El Estado somos todos, pero cabe preguntarnos: ¿Qué nos está pasando a los argentinos? ¿Qué hicimos por demás o cuánto hemos dejado de hacer? ¿Cómo se recupera una sociedad del andar rastrero si hay una brecha que le tiende la mano al resentimiento y el odio?
Los códigos morales y religiosos de todos los tiempos siempre se manifestaron a favor de la vida. Desde Caín y Abel en la Biblia se condena al odio como generador de la violencia, porque ésta se sirve del instinto para matar, asesinar. Sin embargo, la otra cara de una misma moneda nos muestra que cuando el hombre camina cabizbajo, descorazonado, comienza a perder su dignidad y en ese desaliento cunde el resentimiento. De esta cruda realidad, nace el resentido social que es un ser enajenado, que se siente fuera de su círculo, agigantándose en su estado deplorable un enemigo temible para la sociedad. El hombre nuestro de cada día siente el hartazgo de vivir encandilado por su presente artificial que lo supera, en medio de la cruda realidad, tangible siempre, que le impide hacer viable, posible, el camino que viene.
Históricamente, tarde o temprano las sociedades decantaron naturalmente o lo hicieron con desnaturalizadas formas. Sin embargo, el hombre no puede correr el riesgo aferrado a la esperanza incierta, cuando las generaciones contemporáneas necesitan salvarse ahora, porque es natural que así sea, que así se piense y porque es lo justo. En ese clamor suplicante, el Estado no debe auscultarse en su autismo. Debe ejercer el rol preponderante que lo involucre en la solución, recuperando la paz social por sobre toda otra condición imperante, que asegure el valor de la vida. Gobernar, hoy, es garantizar la vida. Sin ella, los demás bienes y valores de la existencia no alcanzan su importancia porque carecen de sentido. Recordemos que la vida se sostiene en bienes, principios y valores, por ello es menester recuperarles en su elevada orientación, otorgándoles en ese rescate, su sentido. Estos bienes del hombre descansan únicamente en su dignidad que exige siempre del acto justo para no sentirse herida ni amenazada en su integridad. La calidad de vida se justifica cuando se hace viable y accesible a todos los miembros de la comarca, pero carece de explicación cuando no integra en ella a la comunidad. Se llena la prédica con la expresión "calidad de vida", pero debemos conocer que ella deviene, únicamente, de un valor llamado justicia.