Iniciamos hoy el tiempo litúrgico del Adviento.  Ésta es una palabra cuya raíz latina significa: “venir junto a” o “hacerse cercano de”.  Es el tiempo en que todo se hace próximo: Dios al hombre, el otro a mí, yo a mis prójimos.  Es el tiempo para acortar distancias y conquistar cercanías.  Dios ha juzgado al mundo y lo ha encontrado lejano; pero en vez de enojarse y condenarlo, asume las distancias, da los pasos necesarios hasta hacerse vecino del hombre.  Es lo que celebraremos en Navidad: Dios que se hace hombre y toma de lo nuestro para darnos de lo suyo. Asume la debilidad humana para darnos su fuerza divina.  Solo quien ama en serio puede tomar decisiones como estas: venir al mundo de los hombres para reforzar en ellos el vínculo de la filiación con Dios y la fraternidad con los otros.

 

 

Citaremos dos expresiones populares relacionadas con el amor.  Cuando alguien se enamora, infaliblemente no falta quien comenta “Ése (o ésa) ha perdido la cabeza”.  Otra frase que con frecuencia se dice a la persona amada es: “Te quiero con locura”.  Con esta variante: “Estoy loco por ti”.  Nada extraño.  Las dos expresiones traducen una característica muy natural del amor.  No se puede amar si no es perdiendo la cabeza.  Para amar de verdad hay que vivir el “éxtasis”, que significa “salir fuera de sí mismo”, dejar de hacer cálculos prudentes, y seguir una lógica que no es la del sentido común.  Dice Michel Quoist: “El amor es una calle de dirección única: parte siempre de ti para ir hacia los otros.  Cada vez que tomas a alguien o algo para ti, dejas de amar, porque dejas de dar.  Caminas contracorriente”. El egoísta es precisamente uno que camina contracorriente.  Parte de los otros para llegar inevitable y obstinadamente a sí.  Los demás no son más que un pretexto, una ocasión, un medio para amarse a sí mismos. También cuando dice que hace el bien, el egoísta piensa en sí mismo, pretende hacerse el bien a sí mismo.  Observando el estilo de ciertas personas que se dedican a distintas obras de caridad o asistenciales, se tiene la impresión de que, más que buscar el bien del prójimo, van a la búsqueda obsesiva de gratificaciones personales.

 

 

El peligro hoy, en el campo de la caridad cristiana, puede ser el de un predominio de la organización, de las estructuras, de las formas exteriores.  La burocratización termina por sofocar la espontaneidad, anular la búsqueda de las relaciones personales, anular la atención a cada individuo.  Es verdad que, dada la multiplicidad y la complejidad de los problemas, se hace necesario un mínimo de organización, articulación de tareas, delimitación de los sectores.  Pero, cuánto mal se hace cuando prevalecen las estructuras, y los organismos fríos, anónimos, mastodónticos, que terminan por congelar los sentimientos.  ¡Qué peligro cuando una fría racionalidad no permite al corazón salir al descubierto y cuando las formas terminan por dar muerte a la vida.  Decía el gran dramaturgo, director y cómico italiano Eduardo De Filippo (1900-1984): “Busca la vida, y encontrarás la forma.  Busca la forma, y encontrarás la muerte”. San Camilo de Lellis había fundado una especie de cátedra para la asistencia a los enfermos, primero en el hospital “Sancti Spiritu” y después en el de la plaza de la Magdalena en Roma. Daba lecciones prácticas, y hacía realizar ejercicios para cerciorarse de que los alumnos habían entendido.  A veces no podía dejar de gritar: “¡Más alma en las manos, más alma!”  Podríamos traducirlo libremente, y respetando su pensamiento: “¡Más corazón en las manos!” Cierta caridad aséptica, burocrática, impasible, rígidamente funcional, regulada por criterios administrativos, corre el peligro de oscurecer el amor de Dios.  La caridad se confía a los apasionados, no a unos funcionarios más o menos diligentes que saben todo lo que se refiere a la técnica pero carecen de humanidad.  Necesita individuos vulnerables, no empleados imperturbables.  El amor es fuego, no ceniza de prácticas, papeles, fichas, casos, encuestas, estadísticas.  El novelista griego Niko Kazantzakis cuenta la historia de un eremita que insistía en preguntar a Dios cuál era su verdadero nombre.  Un día percibió una voz que le decía: “Mi nombre es ‘no-bastante’, porque es el que grito en silencio a todos los que osan amarme”.  El Señor no establece el mínimo necesario para sentirse bien, sino una superación continua.  Nadie podrá decir nunca: basta, ya hice demasiado.  Cristo, y el otro, siempre tienen derecho a exigir “más”, “todavía”, “mejor”.  No existe una tasa para el amor.  Por eso, también nuestro amor debe llamarse “no-bastante”.  El Adviento cristiano es recordar a Aquel que vino ya. Es acoger por el amor su venida incesantemente presente, y por último es prepararnos para el día de su vuelta prometida.  Esta es la paradoja de nuestra fe: hacer memoria de quien vino, desde la acogida de quien nunca se ha marchado, para prepararnos a recibir a quien volverá: Jesucristo.