En aquel tiempo, se juntó tanta gente que Jesús y sus discípulos no podían comer. Cuando sus parientes se enteraron, salieron para llevárselo, porque decían: “Está exaltado”. Los escribas que habían bajado de Jerusalén decían: “Tiene dentro a Belzebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios”. Él los invitó a acercarse y les puso estas parábolas: “¿Cómo va a echar Satanás a Satanás? Un reino en guerra civil no puede subsistir; una familia dividida no puede subsistir. Si Satanás se rebela contra sí mismo, para hacerse la guerra, no puede subsistir, está perdido. Nadie puede meterse en casa de un hombre fuerte y saquear sus bienes, si primero no lo ata; entonces podrá saquear la casa. Creedme, todo se les podrá perdonar a los hombres: los pecados y cualquier blasfemia que digan; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, cargará con su pecado para siempre”. Se refería a los que decían que tenía dentro un espíritu inmundo. Llegan su madre y sus hermanos, y quedándose fuera, le envían a llamar. Estaba mucha gente sentada a su alrededor. Le dicen: “¡Oye!, tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan”. Él les responde: “¿Quién es mi madre y mis hermanos?”. Y mirando en torno a los que estaban sentados a su alrededor, dice: “Estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mc 3,20-35).


Hoy resulta difícil darse cuenta de lo que significaba en la antigüedad la familia. Ella no era solo la pequeña célula formada por el padre, la madre y cuanto mucho uno o dos hijos, sino el entretejido de lazos de sangre y de matrimonio de una cantidad de personas que se sentían estrechamente vinculadas entre sí. Dichos lazos no solo hacían a la amistad de los parientes, sino que creaban profundos compromisos laborales, legales, asistenciales, de comportamiento. Las familias eran verdaderas empresas, aún económicas, que como no existían ni máquinas ni computadoras, se medían en su poder laboral por la cantidad de sus integrantes, y evaluaban la prosperidad de su futuro por la cuantía de descendencia sobre todo masculina. Amén de ello, la seguridad,  era garantizada a cada uno por el poder de la familia, que se solidarizaba en conjunto con cualquiera de sus miembros. Lo mismo en cuanto a la seguridad social: no había aportes jubilatorios, ni medicina prepaga, pero nadie que tuviera una familia quedaba desamparado de la asistencia que en aquella época podía prestarse.


Al mismo tiempo la familia, como contraparte, exigía gran coherencia a sus miembros y miramiento mutuo. Ya que no había códigos legales minuciosos, ni abogados y escribanos y firmas para todo, la solvencia de una familia se fundaba en el honor, en el respeto que todos sus integrantes debían tener de las normas consuetudinarias establecidas, en la palabra empeñada, en el cumplimiento de los compromisos, en la conducta. En una palabra: en la vergüenza. El cuidado del honor, y la vergüenza de perderlo si se transgredían los códigos tácitos, no escritos, era un factor de paz social y de seguridad, aún en las transacciones comerciales, mucho más vinculante que firmas, leyes, abogados y tribunales. Una sociedad de personas que no tengan en consideración el honor, ni la vergüenza -es decir literalmente de sin-vergüenzas- podrá tener todas las leyes escritas que se quiera y multiplicar tribunales y cauciones y, lo mismo, no funcionará.


Es desde éstos presupuestos que hay que entender el extraño evangelio de hoy. Es evidente que, al dejar su oficio, su aldea natal, y a los suyos, y ponerse en predicador y sanador, sin tan siquiera haber concurrido a ninguna escuela rabínica, Jesús se colocaba a contramarcha de los códigos y pautas de su familia y, por lo tanto, la deshonraba y llenaba de vergüenza. En realidad nuestra traducción "es un exaltado" disminuye el tono del comentario de los parientes de Jesús. El griego dice “exeste”: “está fuera de sí'. “Está loco”, diríamos nosotros. Y es lo que inmediatamente los escribas  traducen:  "está poseído por un espíritu impuro". Y eso es lo que Jesús tiene por pecado imperdonable: el atribuir su conducta a la locura y no al espíritu de Dios. Pero, cuando Marcos escribe su evangelio, varios años después, y recuerda estos acontecimientos, no solo piensa en Jesús, sino en todos los cristianos que están pasando situaciones semejantes. Piénsese que todavía en el medioevo, época ya bien cristianizada, cuando Tomás, hijo de los condes de Aquino, que después sería nada menos que santo Tomás de Aquino, pretende entrar en la orden dominica recientemente fundada, sus mismos hermanos lo raptan y por un tiempo lo tienen encerrado en un castillo, llevándole incluso mujeres de mala vida para ver si lo disuaden de su locura. Vivir la fe implica descentrarse del “yo” para centrarse en el “tú” de Dios.  Es esta locura la que desafía a la pretendida sabiduría del mundo.