Cuando los fariseos se enteraron de que Jesús había hecho callar a los saduceos, se reunieron en ese lugar, y uno de ellos, que era doctor de la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?”. Jesús le respondió: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el más grande y primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los profetas” (Mt 22,34-40).

“Amarás” es el imperativo que se repite dos veces en el evangelio de hoy. Dios es amor y nos manda amar. Es que el amor nos asemeja a Dios. El deseo de ser como Dios no consiste en tener todo en las manos siendo todopoderoso, sino en descubrir el poder del amor antes que el amor al poder. El amor es poderoso y fuerte cuando es auténtico. No se refiere solo al corazón y a la mente, sino a toda la vida. Es ante todo, alegría en el corazón por el bien del otro: lo contrario a la envidia. Se expresa con los labios, a través de la alabanza: lo contrario a la crítica, y se realiza con las manos puestas al servicio solidario de los demás: lo contrario al egoísmo. “Amarás al Señor tu Dios”: para Israel el mandamiento más importante es amar a Dios como respuesta a su amor (Dt 6,5). En concreto, significa observar las palabras que él nos ha donado para indicarnos como vivir felices y habitar la tierra (Dt 6,1-3).

El amor no es sólo el medio para custodiar la vida: es el fin de la vida misma. El amor es principio de transformación; más aún, de divinización: quien ama vive del amado y éste se transforma en su vida. Sorprende que Dios haya hecho del amor un mandamiento. Esto significa e implica una concepción sublime del amor y del hombre: Dios es amor, y el hombre ha sido creado para amarlo a él. Lo que Dios es por naturaleza, nosotros lo llegamos a ser mediante el amor suyo por nosotros. Nos ordena amarlo “con todo el corazón”. Es que el corazón es deseo, afecto, pasión: uno actúa según aquello que tiene en su corazón. Quien ama “re-cuerda” al amado: lo tiene siempre en el corazón. Si el primero es amar a Dios sin condiciones, el segundo es amar al prójimo como a nosotros mismos. Prójimo es superlativo de cercano: el que está al lado. Jesús universaliza el concepto de “prójimo”. El judaísmo, especialmente en el tiempo de Jesús, se debatía en el particularismo, aunque si bien los tentativos de universalismo no faltaban, y así el prójimo era el correligionario, el simpatizante, pero no el extranjero ni el pagano. El amor hace del confín con el prójimo, el lugar divino de la acogida.

“De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los profetas”. Toda ley que no mantiene y no hace crecer en el amor y en la libertad, necesaria al amor, es dañina. Los mandamientos son dos porque el amor sólo se puede dar entre dos: no destruye al otro, sino que lo hace crecer y ser “otro”, haciendo de los dos “uno”. El amor es la vida única que une al Padre y al Hijo, sin confundirlos ni suprimirlos, sino haciéndolos existir como distintos en unidad. A través del amor, aquello que está en el cielo baja a la tierra: el hombre entra en la vida trinitaria de Dios. El cielo hace su entrada en el tiempo de los hombres. Decía el novelista y dramaturgo francés George Bernanos que “el infierno es no amar más”.

A la Madre María de la Encarnación la recordaremos siempre por unas palabras que le dirigió San Juan de la Cruz. Era hija de la Madre Ana de Jesús, mujer que abrazó el estado religioso al morir su marido, Francisco Barros de Bracamonte. Fundó Ana de Jesús el convento de Segovia, y allí profesaron ambas. En 1591 quisieron estas buenas religiosas consolar a San Juan de la Cruz, al verle privado de todo cargo de gobierno en la Orden, y de él recibieron, en cambio, palabras de consuelo. En el pequeño fragmento de la carta que se conserva verdadero tesoro- dirigida a la madre María de la Encarnación, San Juan nos ha dejado uno de sus pensamientos más bellos y conocidos: “Donde no hay amor, ponga amor, y sacará amor”.

Recuerdo haber leído en una novela de Niko Kazantzaki la historia de un personaje que le preguntaba a Dios cuál era su verdadero nombre. Y oía una voz que le respondía: “Mi nombre es “No es bastante”, porque es lo que yo grito en el silencio a todos los que se atreven a amarme”. “No es bastante” es probablemente el nombre auténtico de todo amor verdadero. Nunca se ama lo suficiente. Nunca se termina de amar.