Unos ocho días después de decir esto, Jesús tomó a Pedro, Juan y Santiago, y subió a la montaña para orar. Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante. Y dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que aparecían revestidos de gloria y hablaban de la partida de Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén. Pedro y sus compañeros tenían mucho sueño, pero permanecieron despiertos, y vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que estaban con él.  Mientras estos se alejaban, Pedro dijo a Jesús: "Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". El no sabía lo que decía. Mientras hablaba, una nube los cubrió con su sombra y al entrar en ella, los discípulos se llenaron de temor.  Desde la nube se oyó entonces una voz que decía: "Este es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo". Y cuando se oyó la voz, Jesús estaba solo. Los discípulos callaron y durante todo ese tiempo no dijeron a nadie lo que habían visto (Lc 9,28-36).

El segundo domingo de Cuaresma la Iglesia contempla el texto de la Transfiguración. Mateo y Marcos dicen: «Seis días después tomó Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan» (Mt 17, 1; Mc 9, 2), pero Lucas lo hace con una diferencia: «Unos ocho días después.» (Lc 9, 28). La aparición de su gloria está relacionada también con el tema de la pasión. La divinidad de Jesús va unida a la cruz; sólo en esa interrelación reconocemos a Jesús correctamente. El evangelista Juan ha expresado con palabras esta conexión interna de cruz y gloria al decir que la cruz es la «exaltación» de Jesús y que su exaltación no tiene lugar más que en la cruz. El teólogo jesuita y cardenal francés Jean Daniélou, relaciona exclusivamente la datación que ofrecen los evangelistas con la fiesta judía de las Tiendas (Sukkoi), que duraba una semana. La transfiguración de Jesús habría tenido lugar el último día de esta fiesta que dura siete jornadas y donde se levantan carpas recordando el peregrinar del pueblo de Israel por el desierto. Los grandes acontecimientos de la vida de Jesús guardan una relación intrínseca con el calendario de fiestas hebreas.

Volveremos a encontrar a Pedro, Santiago y Juan en el monte de los Olivos (cf. Mc 14, 33), en la extrema angustia de Jesús, como imagen que contrasta con la de la transfiguración, aunque ambas están inseparablemente relacionadas entre sí. No podemos dejar de ver la relación con Éxodo 24, donde Moisés lleva consigo en su ascensión a Aarón, Nadab y Abihú, además de los setenta ancianos de Israel. De nuevo nos encontramos con el monte como lugar de máxima cercanía de Dios, como un dedo índice apuntando hacia Dios. El monte tiene su simbología como lugar de la subida, no sólo externa, sino sobre todo interior; el monte como liberación del peso de la vida cotidiana, como un respirar en el aire puro de la creación; el monte que permite contemplar la inmensidad de la creación y su belleza; el monte que nos da altura interior y nos hace intuir al Creador. Moisés y Elías recibieron en el monte la revelación de Dios; ahora están en coloquio con Aquel que es la revelación de Dios en persona. Lucas es el único que había mencionado el motivo de la subida: subió «a lo alto de una montaña, para orar»; y, a partir de ahí, explica el acontecimiento del que son testigos los tres discípulos:


«Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blanco» (9, 29). La transfiguración es un acontecimiento de oración y la oración es transfiguración. Se ve claramente lo que sucede en la conversación de Jesús con el Padre: la íntima compenetración de su ser con Dios, que se convierte en luz pura. El filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein (1889-1951), recordaba que «orar significa sentir que el sentido del mundo está fuera del mundo». Esta debiera ser la experiencia de nuestra oración cuaresmal. En la dinámica de esta relación con quien da sentido a la existencia, con Dios, la oración tiene una de sus típicas expresiones en el gesto de ponerse de rodillas. Es un gesto que entraña una radical ambivalencia: de hecho, puedo ser obligado a ponerme de rodillas en condición de indigencia y de esclavitud, pero también puedo arrodillarme espontáneamente, confesando mi límite y, por tanto, mi necesidad de Otro. El hombre lleva en sí mismo una sed de infinito, una nostalgia de eternidad, una búsqueda de belleza, que se expresa en la plegaria humilde. La experiencia de la Transfiguración es de silencio orante y luz resplandeciente. Hagamos realidad lo de Teresa de Calcuta: “El silencio de la lengua nos ayuda a hablarle a Dios. El de los ojos, a ver a Dios. Y el silencio del corazón, como el de la Virgen, a conservar todo en nuestro corazón.”