Mirada desde la perspectiva del ciudadano, la política argentina se ha convertido en la tribuna de la discordia. Mientras tanto la sociedad contempla perpleja, en plena pandemia, escenas de verdadero pugilato verbal entre políticos. La consecuencia es evidente. A mayores niveles de desacuerdos, mayor distanciamiento con la ciudadanía. Es frustrante para los ciudadanos ver cómo se intenta absolutizar desde algunos espacios su proyecto político. Ello obstaculiza el diálogo que, traducido en consensos razonables, puede aportar al bien de todos.


La política como ring


Y como la palabra no es ingenua, hablo de "tribuna de la discordia'' para reflexionar sobre dos puntos: - el nivel de conflicto; y - la tribuna como plataforma para agraviar usada por algunos referentes de la clase dirigencial. No todos, afortunadamente. 


El vocablo discordia describe exactamente el fenómeno: el desacuerdo que se da cuando los corazones de las personas están separados. Efectivamente, la palabra discordia proviene del latín: el prefijo dis (separación) y cordis (corazón). A fuerza de insistir en las diferencias, el territorio de lo común les resulta cada vez más difuso. La soberbia de sentirse dueños de la verdad los va separando de quien piensa distinto. Y la política que es arte y vocación, queda reducida a veces, a una tribuna de descalificaciones mutuas. Centrada en el conflicto, la legítima lucha por el poder suele transformarse en un lamentable ring donde el adversario político es el enemigo a vencer. No importa sí es con un golpe bajo, en la nuca o en la espalda (faltas comunes en el boxeo). Lo que importaría es derribar al otro y llegar al poder.


La mitología griega personificaba la discordia en la cruel diosa Eris, hermana de Ares (dios de la guerra) caracterizada por buscar constantemente la confrontación. Las desavenencias, desacuerdos y agravios en tiempos electorales, tienen algo de aquella mitológica diosa. 


La respuesta ciudadana


Debajo de la tribuna quedamos los ciudadanos, que aún desencantados no debemos ni podemos despreciar la actividad política. La Política como arte de gobernar, es un instrumento al servicio del bien común. Ejercida éticamente, está destinada a ser un baluarte en la defensa de la dignidad de las personas y sus derechos. Es cierto que resulta frustrante ver tanta crispación en algunos referentes políticos, tanto como ver convertida a la política en un trampolín, o ver tanto vaciamiento moral disfrazado de pragmatismo. Pero no hay lugar para la claudicación ciudadana. Nuestra respuesta debe ser mayor participación y compromiso. También es cierto que no todos nos sentimos llamados a actuar en la política partidaria, pero ello no nos otorga un certificado de autoexclusión del mundo. En este sentido resultan ejemplificadoras las palabras de San Juan Pablo II, cuando nos recordaba que: "las acusaciones de arribismo, de idolatría del poder, de egoísmo y corrupción que con frecuencia son dirigidas a los hombres del gobierno, del parlamento, de la clase dominante, del partido político, como también la difundida opinión de que la política sea un lugar de necesario peligro moral, no justifica lo más mínimo ni la ausencia ni el escepticismo de los cristianos en relación con la cosa pública (CristifidelesLaici, N¦ 42) Si bien el documento es una exhortación apostólica de Juan Pablo II (1988) es un llamamiento plenamente vigente a todo los hombres y mujeres de buena voluntad, más allá de sus creencias religiosas. Qué el cansancio no nos gane. Nuestra participación no puede reducirse al reclamo y la denuncia. Debemos dar otros pasos, siempre proactivos y democráticos. Tal vez sea momento de pensar la representatividad que hemos otorgado, señalar la necesidad de cambios en sus prácticas, como en sus formas de democracia interna. La ciudadanía debe recordar que Estado no es sinónimo de gobierno, sino uno de sus elementos junto a la población y al territorio. De allí la importancia de nuestra presencia activa. Como bien señalaba Juan Pablo II: "A nadie le es lícito permanecer ocioso (CristifelesLaici, Nº 3)''.