"Poco puede justificar la política, en procura de un país con justicia elemental, si la calle continúa poblándose de pajarillos desperdigados por el azote de la soledad...".


Pétalos a la deriva, gorriones sin cielo, los niños de la calle nos miran de frente con su tristeza intrínseca volándoles de sus ojitos de miedo y soledad. Son una de las deudas morales pendientes. No sólo nos enrostran un futuro cruzado por la indiferencia y la crueldad, un camino de espinas, sino -sobre todo- porque son seres humanos destratados, humillados. El abandono y el hambre andan pisándoles los talones, la poca vida los convierte en marionetas heridas y la muerte anda buscándolos por las ciudades.


"A esta hora exactamente, hay un niño en la calle", denuncia la canción en base al poema de Armando Tejada Gómez. Él fue, en su Mendoza natal, uno de ellos. A los seis años comenzó a trabajar como canillita y luego lustrabotas. Con la autoridad que da el haber sentido en su carne y espíritu lo que se expresa, magistralmente proclama: "Es honra de los hombres proteger lo que crece... No debe andar el mundo con el amor descalzo, enarbolando un diario como un ala en la mano; trepándose a los trenes, canjeándonos la risa, golpeándonos el pecho con un ala cansada".


Un hermoso poema de Pablo Neruda también pone al niño en el centro de esta escena crucial: "El pie del niño aún no sabe que es pie, y quiere ser mariposa o manzana. Pero luego los vidrios y las piedras, las calles, las escaleras y los caminos de la tierra dura van enseñando al pie que no puede volar, que no puede ser fruto redondo en una rama". 


Nuestra música ha testimoniado con belleza esta durísima realidad. El gran poeta uruguayo Horacio Ferrer, en Chiquilín de Bachín, su poema para una canción de Piazzola, proclama de este modo: "Cada aurora, en la basura, con un pan y un tallarín, se fabrica un barrilete, para irse, y sigue aquí".


Poco puede justificar la política, en procura de un país con justicia elemental, si la calle continúa poblándose de pajarillos desperdigados por el azote de la soledad y el paco, el nuevo habitante de sus huecos. El niño es un homenaje que nos debemos.


Es esta una cuestión fundamental, que desgraciadamente no se aborda con la prioridad y seriedad que merece. No se puede esconder bajo la alfombra esta muerte cotidiana sembrada en conciencias sin horizonte, en cuerpecitos generalmente demolidos por el desamparo y la droga, en familias perforadas por el dolor y el duelo. No puede olvidarse al más indefenso. La calle es una oscura habitación con ventanas desmesuradas al miedo y al vacío, un pseudohogar donde falta el pan en compañía, el abrazo contenedor y el horizonte en dignidad, donde todos los días el país (y nuestra conciencia) se pueblan de vergüenzas, porque no hay nada más cruel que no remediar lo remediable. 

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.