"Al que puede ser sabio, no le perdonamos que no lo sea" (Camino 332) La frase de San Josemaría Escrivá (1902-1975) si bien se refiere a la formación y al estudio puede ser aplicada a otras dimensiones de la vida. Todas aquellas en las que fabricamos techos que no podemos perforar. En el fondo se trata de límites autoimpuestos. Es como tener la madera, pero edificamos cúpulas en vez de escaleras. Y mientras construimos nuestros techos, un sueño se estrella en la bóveda. "Es amor lo que sangra sobre el techo", nos dirá la inspirada lira de Gustavo Cerati ("La cúpula" Soda Stereo, 1988)


LO QUE SANGRA

Creo, y uso este término porque hablo desde la fe, que es el Amor de Dios el que sangra en la cúpula (Gustavo, sabrá perdonarme esta libre interpretación de su lírica).


Paso a explicar el punto. Cada vez que ponemos un techo a nuestra lucha por el bien, estamos obstaculizando el sueño de Dios para cada uno de nosotros. No es Dios el que falla. Es la persona que al elegir suele dar la espalda a los reclamos de su destino. No somos una pasión inútil, como decía el filósofo existencialista Jean-Paul Sartre (1905-1980). Tampoco somos el influjo irresistible del azar que hace que las causas obren en determinado sentido, según el premio Nobel de Fisiología Jacques Monod (1910-1976) Somos obra de un Dios que al crearnos nos dejó las huellas de lo infinito. Por eso esa sed irreprimible que no sacia la suma de bienes finitos. Ser buenos, ser santos, no es exigencia de ninguna norma externa. Es el reclamo de nuestra naturaleza racional y libre.


Este planteo no es sólo para los creyentes. Para quienes tienen fe como para aquellos que no creen, podemos decir que es la humanidad la que también queda herida (en la cúpula). Y esto, va más allá de la religión y de las cosmovisiones individuales. Cada persona viene al mundo con sus talentos, distintos en número y grados de perfección. Todos ellos al servicio de un proyecto de vida que, de adecuarse a la lógica del Fin y de los fines, tendería naturalmente al bien y a la perfección. Por eso nos cuesta entender que pudiendo ser justos nos conformemos con no serlo. Sería una claudicación ante lo que estamos llamados a ser. Algo así como teniendo alas para volar nos contentemos con reptar. Ser sabio, justo o santo no es lo raro. Lo raro es no querer serlo.


BUSCADORES DE ESTRELLAS

Estamos llamados a ser buscadores de estrellas y en vez de ello, nos encerramos en bóvedas con techos de vidrio. Las vemos brillar en el horizonte, pero no las podemos alcanzar. "Te rescataré", dice la canción. Siempre he pensado que son las estrellas las que vendrán a rescatarnos de nuestros atajos mentales que llevan a decisiones morales erróneas. Con su enorme poder de atracción, ellas desencadenan nuestras mejores acciones. Quizás no las alcancemos, pero es esa lucha la que nos permite perforar nuestro techo y avanzar por el camino correcto.


"Yo conozco ese lugar donde revientan las estrellas", nos recuerda un inspirado Cerati. Es el techo de cristal autoimpuesto, lo que nos limita y encierra. De allí al fracaso, hay un solo paso: la desesperanza. Y la desesperanza causa agotamiento mental, moral y emocional. Bien podemos decir que la desesperanza es el lugar del no ser, donde se estrellan nuestros sueños. Por eso, no sólo Dios sangra, también la humanidad llora en la cúpula.

Por Miryan Andújar
Abogada, docente e investigadora
Instituto de Bioética de la UCCuyo