Pero a ustedes que me escuchan les digo: "Amen a sus enemigos, hagan bien a quienes los odian, bendigan a quienes los maldicen, oren por quienes los maltratan. Si alguien te pega en una mejilla, vuélvele también la otra. Si alguien te quita la camisa, no le impidas que se lleve también la capa. Dale a todo el que te pida y, si alguien se lleva lo que es tuyo, no se lo reclames. Traten a los demás tal y como quieren que ellos los traten a ustedes. ¿Qué mérito tienen ustedes al amar a quienes los aman? Aún los pecadores lo hacen así. Ustedes, por el contrario, amen a sus enemigos, háganles bien y denles prestado sin esperar nada a cambio. Así tendrán una gran recompensa y serán hijos del Altísimo, porque él es bondadoso con los ingratos y malvados. Sean compasivos, así como su Padre es compasivo. Porque con la medida que midan a otros, se les medirá a ustedes'' (Lc 6,27-38).


¿Quiénes podrian ser concretamente los enemigos de los cuales habla el texto evangélico? Los verbos adoptados por Lucas: odiar, maldecir, despreciar, nos hacen pensar en la cuarta bienaventuranza evangélica. Es cuando Jesús dijo: "¡Felices ustedes cuando los hombres los odien, los excluyan, los insulten y los proscriban, considerándolos infames!'' (Lc 6,22). En cualquier caso, Jesús pide a sus discípulos, asumir una actitud exterior que abarca a todo el cuerpo: "hacer el bien'' (abarca las manos), y corresponde perfectamente a la disposición interior del alma, expresada por los verbos "bendecir'' (se refiere a las boca) y "orar'' (implica nuestro corazón). El amor a los enemigos, del que habla Jesús, no es simplemente benevolencia debida a la simpatía, ya que en tal caso hubiera empleado el verbo griego "philé?'', sino de un amor que surge de un corazón pacificado ("agapa?''), donde "corazón'' en la perspectiva bíblica, no se refiere a la sede de los sentimientos sino de la voluntad.


Amar a los enemigos no significa simplemente "tolerar'' o "soporta'' a las personas molestas, sino que implica un actuar positivo, benévolo y gratuito en relación a quien odia. David es un ejemplo de esta actitud cuando se le presenta la ocasión de vengarse de Saúl que ha intentado matarlo y lo persigue. Podría "clavarlo en tierra de una sola vez'' (1 Sam 26,8), como se lo aconseja Abisal, pero no lo hace. Aprovecha la ocasión para dar vuelta la situación y convencer a Saúl, que no lo considera como su enemigo, demostrándole su buena fe. Ese es un modo de verdad evangélico de "poner la otra mejilla''; es decir, buscar otro camino, siendo creativo y poniendo fin al conflicto. La conversión que Jesús desea no se limita a hacer la inversa sino cambiar el corazón. En la balanza de la historia, el odio no se vence con más odio. En la guerra todos pierden. Ese principio vale igualmente para cualquier conflicto personal, por más grande o pequeño que sea. Para mantener y promover la paz, es necesario buscar la táctica precisa, disponibilidad y paciencia en modo tal de encontrar el momento justo y la ocasión adecuada. Hay que huir de la tentación de ser "Caín''. Pocas cosas dan una alegría tan grande como una reconciliación verdadera y profunda con alguien con quien hayamos tenido un conflicto. Elegir la bondad y la compasión como afirma la antífona del salmo 102, permite al Padre cumplir su promesa: volcar una buena medida "apretada, sacudida y desbordante'' (Lc 6,38), de paz en el corazón de quien perdona.


En su testamento espiritual, escrito el 29 de junio de 1954, san Juan XXIII, escribía: "Pido perdón a aquellos que hubiere ofendido inconscientemente, a todos los que no he edificado. Creo no tener nada que perdonar a nadie, pues en cuantos me han conocido y se han relacionado conmigo -me ofendieran, o despreciaran, o me tuvieran justamente por lo demás en menor estima, o fueron para mí motivo de aflicción- no encuentro más que a hermanos y bienhechores, a los que estoy agradecido, por los que oro y oraré siempre''. Y en unas notas escritas al realizar un retiro espiritual en 1955, afirmaba: "La bondad atenta, paciente y generosa, llega mucho más lejos y más rápidamente que el rigor y el látigo. Y no sufro decepciones ni dudas en este punto''. ¡Cuántas páginas de la historia se hubieran escrito de modo distinto, si al odio de algunos se hubiera respondido con la caridad! La ofensa da la ocasión de perdonar como Dios lo hace. El "me las pagarás'' es el lenguaje de la mafia. El "te perdono'' es el lenguaje del cristiano, y es la mejor "venganza''. El perdón cambia el pasado porque amplía el futuro. El perdón es la fragancia que la violeta derrama sobre el talón que la ha aplastado. Pero el perdón de Dios no es amnesia, como si Dios pudiera fingir que no sucedió nada. Nadie tiene el poder de perdonar, sólo Dios lo da, y a él hay que pedírselo.

Por el Pbro. Dr. José Manuel Fernández