El Monasterio de San Benito, en la localidad de Cassino, Italia.


No deja de ser cierto que la historia es maestra de vida. Fijamos ahora nuestra mirada en un monje cristiano que mucho tiene que ver en nuestra percepción actual sobre el trabajo cotidiano: San Benito de Nurcia. Romano de noble familia, Benito (480-547) vive por tres años en una gruta de Subiaco, en oración, en soledad con Dios. Su fama de santidad se extiende por la península itálica. En la historia, le cabe el mérito de ser el fundador del monacato occidental. 


El sabio monje se instala en un monte, en la localidad de Cassino -no tan lejos de Nápoles- y lo primero que hace es construir un templo e invitar a los campesinos del lugar, a la catequesis y al bautismo. Estos pronto dejaron sus creencias en el dios Apolo, todavía venerado en esa época.


El monacato benedictino se impone por las características de su Regla, llamada "mínima''. En verdad, decía Benedicto XVI en una catequesis dedicada al patrono de su pontificado, dicha Regla "ofrece indicaciones útiles no sólo a los monjes, sino también a todos aquellos que buscan una guía en su camino hacia Dios. Por su moderación, su humanidad y el sobrio discernimiento entre lo esencial y lo secundario en la vida espiritual, ella ha podido mantener su fuerza iluminadora hasta hoy''.


Solía repetir San Benito: "el ocio es enemigo del alma; por tanto, los hermanos -en tiempos establecidos- deben atender el trabajo manual: en otras horas, también establecidas, deben dedicarse a la sagrada lectura''. 


Es grande el ideal que San Benito aporta: además de la oración, el trabajo cotidiano. Una auténtica promoción humana, lejos del ideal de vida romana, que exalta el ocio y los placeres y el trabajo lo entiende como cosa de esclavos. El ideal del trabajo signará la entera vida medieval, producirá innovaciones y mejoras en todo campo de la actividad humana, además de poner freno a la avaricia a la hora de fijar precios. 


Benito aconseja además: el abad "no haga diferencia de personas en el monasterio'', "no anteponga el noble a aquél que se convirtió siendo esclavo''; "todo sea común a todos, como está escrito, y nadie piense o hable de alguna cosa como suya''. El portero de cada convento, cuando un pobre llamaba, debía atenderlo "como si fuese otro Cristo'', y ofrecerle todo gesto de caridad, regla primera del monacato.


Después de la caída de la unidad política creada por el imperio romano, la fe cristiana había creado una nueva unidad espiritual y cultural. No sería extraño que los pueblos viesen en el papado, el guía o el padre espiritual que universalmente, pudiese unir los pueblos. Había nacido así la realidad que llamamos "Europa''.


Junto a las escuelas monásticas, se crearon las escuelas episcopales. Los obispos se dan cuenta de la absoluta necesidad de formar al clero. San Patricio en Irlanda, cada vez que elegía un joven para ser monje, el santo lo bautizaba y luego le enseñaba a leer y a escribir. 


Ya en vida del monje, la orden benedictina inundaba de conventos el mundo conocido. Había triunfado el ideal cristiano del trabajo, entendido como medio de vida, fuente de creatividad y servicio a la comunidad. 


A casi 1500 años de San Benito, el monasterio fundacional continúa con ininterrumpida y amplia vida propia, y la orden por él fundada, está presente con su espiritualidad impregnada de liturgia, en los cinco continentes del mundo. Todo un ejemplo. Juan Pablo II nombró a Benito, patrono de Europa. 

Por el Pbro. Dr. José Juan García