Hoy un año más llega a su fin y mañana estaremos estrenando otro. Esto siempre lleva consigo un momento de reflexión. Se hace balance sobre lo pasado y se planifica sobre lo venidero. Por un momento tomamos conciencia del tiempo, esa curiosa realidad de la que hacemos uso sin darnos cuenta. Nada permanece: con el viejo año se van no solamente las cosas duras y difíciles, sino también muchas hermosas; y cuanto más superada tiene un hombre la primera mitad de su vida, tanto mayor es la fuerza con que percibe el cambio en algo pasado de aquello que una vez se le presentaba como futuro y como presente. El hombre no puede decirle al momento pasajero: "Quédate un poco más, ya que eres tan hermoso''; el tiempo se va igual que vino.

Frente al nuevo año sentimos la misma dualidad que frente al viejo: tenemos un nuevo comienzo, algo que es precioso, lleno de esperanza y de posibilidades intactas. San Agustín dijo una vez a la gente de su época que se quejaba de los malos tiempos: nosotros mismos somos el tiempo. Observamos que el hombre vive a lo largo de su vida en etapas bien diversas: infancia, juventud, edad adulta, ancianidad. Y hoy estas etapas son entre sí más diferentes que nunca; es como si los mayores viviesen en otro tiempo que los jóvenes, y ambos grupos se lo disputan mutuamente. Observando más detenidamente, la situación resulta aún más desconcertante. Por una parte han aumentado los años de vida del hombre, éste dispone de más tiempo que antes, o dicho más exactamente, se ha hecho más largo el espacio de tiempo que se le concede para que lo viva. Pero por otra parte la vida del hombre cambia con rapidez cada vez mayor, se consume cada vez más de prisa, de modo que la diferencia entre el presente y el pasado se hace cada vez más grande, el presente cada vez más corto, y lo pasado se aleja cada vez más de prisa de lo actual.

El conflicto generacional que cada día estamos viviendo no es la única consecuencia de esto; otra consecuencia es que el hombre niega su tiempo y no quiere saber más que de una edad: la juventud. En una época, cuyo sostén interior y cuya fuerza ordenadora era la tradición, la edad preferida era la ancianidad. El hombre vive en la actualidad, en cierto sentido, con el reloj detenido. Las máscaras cosméticas le ayudan con relativo éxito a mantener ante sí y ante los demás este disfraz. Es una situación en la que se niega la totalidad de la vida, se disputa la posesión del tiempo, y el hombre se engaña a sí mismo. El tiempo es indudable porque se nota, se lo ve, se divisan sus huellas en el cuerpo. Para tener tiempo, dice la gente, hay que irse. A la playa, a la montaña, a Miami, lejos de este mundanal ruido. A otro mundanal ruido. Pero cuando aparece el tiempo, es cuando uno no sabe qué hacer. Tiempo de soledad, tiempo de tiempo. Los griegos lo inventaron, e inventaron qué se podía hacer con el tiempo. Pensar, decían. ¿Pensar? Nosotros cuando tenemos tiempo libre hacemos muchas otras cosas, casi menos pensar.

Llegar a un nuevo año ha de ser la ocasión para que reflexionemos y reconozcamos que el hombre nunca debe avergonzarse de su edad, si la acepta interiormente y la llena de sentido. En el momento en que, al final de un año y comienzo de otro, el tiempo se renueva, convendría que aprendiésemos que el hombre, si quiere serlo de verdad, está necesitado de su totalidad, desde la infancia hasta la ancianidad. ¿Qué sería de un mundo y de una iglesia sin la fe alegre, ingenua, inocente de los niños, cuya niñez no debería diluirse en una madurez precoz, como sucede hoy con demasiada frecuencia? ¿Qué sería de un mundo y una iglesia sin la insistente inquietud, sin el preguntar constante de los jóvenes?

¿Qué sería de ellos sin la fuerza y la decisión de aquellos que se encuentran en la plenitud de la vida? ¿Qué sería de ellos sin la madurez y la experiencia, sin la paciencia tranquila de los ancianos? "Los hombres somos el tiempo''; con esta afirmación San Agustín no quiso únicamente superar el pesimismo de sus interlocutores, sino también y sobre todo demostrar la falsedad de una antiquísima tradición de las religiones paganas. Los paganos consideraban a "Chronos'', el tiempo, como la primera divinidad, que se comía cruelmente a sus propios hijos. Parecidas ideas existen en la mitología india, y en ellas formula su comprensión pesimista del mundo visible: el tiempo es idéntico a la muerte; es el que hace surgir todas las cosas para luego tragárselas. De la divinización del tiempo no nace esperanza, sino desesperación.

Cuando el tiempo se convierte en señor del hombre, éste se convierte en esclavo, aunque "Chronos'' haga su aparición bajo el nombre de progreso y futuro. Hoy ¿tenemos más tiempo, o nos tiene el tiempo a nosotros? ¿Y acaso no es el verdadero tiempo del hombre aquel tiempo que él tiene para Dios? ¿No deberíamos intentar una y otra vez conseguir liberar nuestro tiempo para Dios, y hacer de nuestro tiempo su tiempo? Porque hay demasiadas pruebas de que un tiempo que no está abierto a Dios se convierte en "Chronos'', dictadura que nos devora a nosotros mismos, y de que tener tiempo para Dios es tener tiempo para los hombres. Esta libertad y un año nuevo lleno de felicidad que ella trae es lo que deseamos los unos a los otros.