Según una antigua tradición, este domingo se llama Domingo "in Albis". Es sabido que la costumbre de bautizar los niños es relativamente tardía. Recién comienza a generalizarse, al menos en Roma, a partir del siglo VI. Es entonces cuando la sociedad, suficientemente cristianizada, podía parecer garantía suficiente de que el niño sería educado cristianamente. De hecho en los primeros siglos de la Iglesia no se bautizaba cualquier día. Salvo excepciones, la Vigilia Pascual, era el gran día de los bautismos, para los que durante años se preparaban a recibirlo. No iban a la secretaría parroquial de un día para otro. Es que la preparación de los adultos, en su mayoría salidos de un ambiente pagano de costumbres incompatibles con las exigencias cristianas, exigía mucha instrucción y pruebas de fidelidad y madurez. El catecumenado o catequesis duraba por lo menos tres años. En esa condición de catecúmenos no se podía recibir los sacramentos y ni siquiera participar en toda la Misa.


El Sábado Santo, en la catedral, el bautismo se realizaba en imponente ceremonia la Vigilia Pascual. Al caer el sol de ese día, en las grandes ciudades, el obispo y el clero, acompañados de multitud de fieles, hacían una gran procesión iluminada por centenares de cirios y antorchas desde la catedral al baptisterio, que era un gran edificio aparte dotado de extensas piletas. Ya en este lugar, varones por un lado y mujeres por otro se despojaban de sus viejas vestiduras, ingresaban en los piletones y, al salir del agua, eran revestidos con una túnica cándida, blanca, alba, por diáconos y diaconisas respectivamente, siendo inmediatamente ungidos con el crisma y abrazados con el saludo de la paz, de parte de quien los bautizaba. Era allí, cuando por primera vez, solemnemente, se les hacía entrega del "Padre Nuestro"y tenían finalmente el derecho a conocerlo y recitarlo. No antes. Vestidos de blanco, de "cándido" y por ello llamados "candidatos", vivían exultantes toda la Octava de Pascua, es decir, desde Pascua hasta el domingo de hoy. Era un espectáculo verlos caminar con sus túnicas brillando de limpias por toda la ciudad. Es desde entonces y hasta hace poco que este segundo domingo de Pascua se llamó "Dominica in albis", "Domingo de blanco".


Desde el lunes, mañana, los candidatos deponían sus albas blancas y volvían al mundo, retomaban su trabajo en su nueva condición de resucitados, de cristianos coherentes, transformados pascualmente por el bautismo y recitando orgullosamente todos los días la oración privilegiada de los hijos de Dios: el Padre Nuestro.


En 2000, San Juan Pablo II decretó que el Segundo Domingo de Pascua sea llamado Domingo de la Misericordia. He aquí lo que Jesús dijo a Sor Faustina Kowalska: "Deseo que la Fiesta de la Misericordia sea un refugio y amparo para todas las almas y, especialmente, para los pobres pecadores. Ese día están abiertas las entrañas de mi Misericordia. Derramo un mar de gracias sobre las almas que se acerquen al manantial de mi Misericordia. El alma que se confiese y reciba la Santa Comunión obtendrá el perdón total de sus culpas y de sus penas" (Diario 699). El evangelio de hoy es el de la narración del encuentro del apóstol Tomás con el Señor Resucitado: al apóstol se le concede tocar sus heridas, y así lo reconoce, más allá de la identidad humana de Jesús de Nazaret, en su verdadera y más profunda identidad: "¡Señor mío y Dios mío!" (Jn 20,28). El Señor ha llevado consigo sus heridas a la eternidad. Es un Dios herido, que se ha dejado herir por amor a nosotros. Sus heridas son para nosotros el signo de que nos comprende y siempre perdona. Santo Tomás de Aquino señala que Dios es omnipotente, no por el poder o la fuerza que tiene sino por la misericordia que siempre ofrece. Es conocida la recepción que Jesús reserva a los pecadores en el evangelio y la oposición que ello le procuró por parte de los defensores de la ley, quienes le acusaban de ser un "amigo de publicanos y pecadores" (Lc 7,34). Uno de los dichos históricamente mejor atestiguados de Jesús es: "No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores" (Mc 2,17). Sintiéndose por él recibidos y no juzgados, los pecadores le escuchaban gustosamente. El poeta francés Charles Péguy decía que cuando alguien se extravía, el corazón de Dios tiembla. Qué maravilla pensar que Dios no es indiferente a nuestras angustias y extravíos. Él no hace trivial el pecado, pero encuentra el modo de no alejar jamás a los pecadores, sino más bien atraerlos hacia sí.

 Por el Pbro. Dr. José Manuel Fernández