Nubes de polvo se levantan desde el vientre mutilado de la ciudad tumbada. Una historia de héroes y buena gente se desploma en minutos de terror. Y de golpe somos un desparramo de sueños en un caliente suelo de enero que aún palpita. Se puede tiritar de frío, de miedo, de ansiedad, de inseguridad; pero que la tierra firme, las alboradas de luz donde nuestros ancestros eligieron asentar los huesos y las ilusiones se retuerza y tirite, y al final caiga es demasiado dolor.  


Esta bendita tierra no tuvo otra alternativa que dejar caer el pájaro y la escasa y romántica lluvia de enero en un fango espeso donde todo es capaz de morir en instantes. Las vibraciones interminables que siguieron a la aciaga tardecita del quince de enero de 1944 parecía que lanzaron a esta cuyana San Juan de la Frontera en una carretela de tristezas que, cuesta debajo de una incomprensible condena, no cesaba de latir temblequeos durante eternas horas de sufrimiento. 


Con los días, la ciudad que fue desfile de monumentos e historia digna y, de golpe, pasó a ser casi nada, montón de tierra acumulada y melancólica, lentamente fue silencio profundo, sólo interrumpido por llantos que se escondían en recovecos de muerte y misterio; y había que estar muy atento para escuchar murmullos de escasos gorriones que -en los pozos del miedo- se sintieron desplazados del viento y los poemas y adoptaron un nuevo lenguaje de asombros expresados casi a modo de prudente oración. 


Esta provincia -dicen- jamás pudo superar el trauma de la desolación inesperada. Hasta nuestros días, una espesa humareda de incertidumbres parece dividir la historia en dos a partir de la grieta que instauró el sismo destructor. Y es como que aún no podemos sacar los pies de los escombros; aún no podemos enjugar tantas lágrimas.  


Pero las desgracias no son sólo muertes. Desde las cenizas siempre se puede renacer. El mundo está poblado de aves Fénix; de lo contrario nada explicaría cómo las guerras feroces a la postre fueron derrotadas por nuevas historias de amor y esperanza. Por eso, San Juan se levantó de a poco, herida pero con sueños, desalojada de la tranquilidad pero con humos de heroína. Se dio el tupé de designarse la ciudad más moderna, título legítimo en muchos aspectos; buscó recuperar tonadas y valses melancólicos, a enredarse al vértigo de las cuecas para no perder la alegría ni el cielo de las ilusiones. Hoy es necesario profundizar conquistas, no desperdiciar esfuerzos en lo prescindible, saldar la deuda de comenzar a querernos de una vez por todas, porque en muchas cosas somos antorcha para el país y lo ignoráramos; dar un giro total al amor y comenzar a pensar que para un sanjuanino no hay nada mejor que otro sanjuanino.