Nuestra recompensa se halla en el esfuerzo permanente, en la voluntad de hacer y ponernos en camino siempre, incluso cuando las dificultades parecen insalvables. Cada cual tenemos nuestra historia, pero también nuestra misión liberadora. Son tan fuertes las cadenas de explotación, los encadenamientos destructivos, que aunque nos cueste, hemos de continuar tenazmente para no caer en el desconsuelo. En todo caso, siempre debemos buscar la unión de corazones, lo que verdaderamente nos armoniza, sustentado en el diálogo y en la confianza mutua entre las diversas culturas. No podemos dejar que nos roben esos espíritus corruptos, el deseo de paz que todos llevamos inherente a nuestros pasos y tampoco debemos resignarnos a nada menos que esto. Estamos llamados a reconstruir horizontes que nos hermanen, a rehacer un porvenir más equitativo y fraterno, a restaurar y reavivar una nueva ilusión que nos fraternice. No olvidemos jamás la idea Aristotélica en la que se vaticina que "sólo hay felicidad donde hay virtud y esfuerzo serio, pues la vida no es un juego". Hagámoslo, en consecuencia, hábito.
Quien no lo ha dado todo no ha dado nada. Está visto que no podemos desfallecer, siempre es importante mantener los esfuerzos de respuesta comunitaria, nacional, regional y global. Nos lo acaba de indicar el comité de emergencias convocado por el director de la OMS. "Aún no se vislumbra el fin de la crisis de salud pública que hasta ahora ha infectado a más de 17 millones de personas y matado a 650.000". De ahí, lo importante que es mantener las vivas energías de la colaboración entre humanos, ya sea apoyando los esfuerzos de investigación, el mantenimiento universal de los servicios de salud, el acceso eventual a diagnósticos, terapias y vacunas. Sin duda, es el empuje conjunto el mayor horizonte de esperanza. No podemos pretender que se mantenga la estabilidad en el mundo a través del desánimo. Deberíamos saber que sólo una civilización permanece si sus moradores se suman a ese arranque de dignificación, libertad y justicia para todos. Intentémoslo en nuestra propia familia que, con esfuerzo y ternura, será capaz de convertir la vida en un hermoso manjar de dichas.
Indudablemente, hemos de perder el miedo, a no encerrarnos dentro de los muros de la pasividad, pues hemos de ser gente en acción, cuando menos para abrir nuevos procesos que nos reconcilien y nos unan. Ya está bien de tantas absurdas divisiones. Necesitamos unidad, hasta el punto de reconocer en el enemigo el rostro de un cosanguíneo nuestro, comprometido hacia la conquista de ese bien colectivo que ha de reunirnos en la escucha recíproca; y, por siempre, implicado en la búsqueda permanente de lo auténtico a través de la práctica solidaria del deber de donación. Pensemos en ese esfuerzo global, que nos ha de dar una victoria segura, a través de la transmisión real de los valores humanos, de la enseñanza moral y de las obras educativas y sociales. En uno mismo puede estar el gran cambio. Es cuestión de trabajarlo, persistir y esforzarse. Oponerse al empeño del trabajo es paralizar la vitalidad que todos llevamos consigo, es adormecerse de por vida, es machacar esa naturalidad de afanes y desvelos que todos alimentamos por deseo natural. La vida por sí misma no regala nada a nadie. Todo se consigue con tesón, sudor y lágrimas. La regeneración pasa por superar la ansiedad enfermiza del no hacer, puesto que nos vuelve egoístas, derrochadores, gentes sin escrúpulos, agresivos, mundanos y superficiales. Hoy por hoy gime la creación y también clama al cielo tantas vidas inocentes machacadas por la mano poderosa del amor al dinero y por ende al poder. Corrijamos la situación.
Cambio de actitud
El gran libro a considerar es el de la naturaleza, por el que apenas mostramos interés alguno a pesar de estar siempre abierto a nuestros ojos. El planeta nos pide un cambio de actitudes, un nuevo estilo de vida más respetuoso. La degradación social y humana, así como el deterioro de nuestra calidad existencial, nos exige otros cultivos menos contaminantes. Ojalá tomemos conciencia y contribuyamos a vivir en una comunión universal.
Por Víctor Corcoba Herrero
Escritor