En el sexto mes, el Ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María. El Ángel entró en su casa y la saludó, diciendo: "¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo". Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo. Pero el Ángel le dijo: "No temas, María, porque Dios te ha favorecido. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús". María dijo al Ángel: "¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?". El Ángel le respondió: "El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios". María dijo entonces: "Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho". Y el Ángel se alejó (Lc 1,26-38).


Lo que sucedió en Nazaret, lejos de la mirada del mundo, fue un acto singular de Dios, una poderosa intervención en la historia, a través de la cual un niño fue concebido para traer la salvación al mundo entero. El prodigio de la Encarnación continúa desafiándonos a abrir nuestra inteligencia a las ilimitadas posibilidades del poder transformador de Dios, de su deseo de estar unido a nosotros. Allí el Hijo eterno de Dios se hizo hombre, permitiéndonos a nosotros, compartir su filiación divina. Ese movimiento de abajamiento de un amor que se vació a sí mismo, hizo posible el movimiento inverso de exaltación, en el cual también nosotros fuimos elevados para compartir la misma vida de Dios (cf. Flp 2, 6-11).


El Espíritu que "vino sobre María" (cf. Lc 1, 35) es el mismo Espíritu que aleteó sobre las aguas en los albores de la creación (cf. Gn 1, 2). Esto nos recuerda que la Encarnación fue un nuevo acto creador. Cuando nuestro Señor Jesucristo fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno virginal de María, Dios se unió con nuestra humanidad creada, entrando en una nueva relación permanente con nosotros e inaugurando la nueva creación. El relato de la Anunciación ilustra la extraordinaria cortesía de Dios. Él no impone su voluntad, no predetermina sencillamente el papel que María desempeñará en su plan para nuestra salvación: él busca primero su consentimiento. Obviamente, en la creación original Dios no podía pedir el consentimiento de sus criaturas, pero en esta nueva creación lo pide. María representa a toda la humanidad. Ella habla por todos nosotros cuando responde a la invitación del ángel.


El evangelista san Lucas sitúa claramente el acontecimiento en el tiempo y en el espacio: "A los seis meses, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José; la virgen se llamaba María" (Lc 1, 26-27). Como Abraham, también María debe caminar en la oscuridad, confiando plenamente en Aquel que la ha llamado. María no pregunta si la promesa es posible, sino únicamente cómo se cumplirá. Por eso, no nos sorprende que finalmente pronuncie su "sí": "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38). Con estas palabras, María se presenta como verdadera hija de Abraham, y se convierte en Madre de Cristo y en Madre de todos los creyentes. 


María dijo: "Hágase en mí según tu palabra". Y la Palabra de Dios se hizo carne. Reflexionar sobre este misterio gozoso nos da la esperanza segura de que Dios continuará penetrando en nuestra historia, actuando con poder creativo para realizar objetivos que serían imposibles para el cálculo humano.


San Bernardo describe cómo toda la corte celestial estuvo esperando con ansiosa impaciencia el consentimiento de María, gracias a la cual se consumó la unión nupcial entre Dios y la humanidad: "Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las castas entrañas al Criador. Mira que el deseado de todas las gentes está llamando a tu puerta. Si te demoras en abrirle, pasará adelante, y después volverás con dolor a buscar al amado de tu alma. Levántate, corre, abre. Levántate por la fe, corre por la devoción, abre por el consentimiento". En Nazaret el cielo penetró en la tierra. En este Adviento le pedimos a María que nos enseñe el camino de la escucha gozosa al Evangelio para servir sin preferencias ni prejuicios. 

Por el Pbro. Dr. José Manuel Fernández