Existe una porción de la juventud -no sabría decir si vasta o simplemente visible- que ha sido denominada, con la frialdad de las siglas “NI-NI”. Ni estudian, ni trabajan. Son, acaso, los hijos involuntarios del hastío y de la desilusión. Pero hay otro grupo, menos señalado por la crítica, aunque no menos digno de consideración.

Me refiero a esos otros jóvenes que sí han recorrido aulas y oficinas, pero que lo han hecho únicamente en busca del reflejo de sí mismos. Son los que han aprendido, quizás demasiado bien, la gramática del ego: yo primero, yo por sobre todos, yo triunfante. No conocen la antigua virtud de la empatía, ni esa suerte de piedad activa que se llama solidaridad.

Viven no ya en un mundo, sino en una vitrina. Compiten no por la verdad, sino por el símbolo: la casa, el automóvil, los viajes que deben ser fotografiados y compartidos como si fueran victorias en una guerra que nadie libra salvo ellos mismos. Desconocen la liturgia sencilla de tender la mano, de ponerse en los zapatos ajenos. Alegan, para justificar su ceguera, la escasez de tiempo, como si el tiempo no fuera, precisamente, el único bien común entre los hombres.

Estos jóvenes, criados entre vitrales de cristal y slogans publicitarios, ignoran lo que es la humanidad. Y, sin embargo, no son culpables. Acaso son apenas el resultado de un espejo deformante que les fue ofrecido desde la infancia.

Es lícito -y quizás inevitable- preguntarse: ¿Qué será de una sociedad habitada por estos dos extremos? ¿Quién cuidará de los padres que envejecen, o de los abuelos que ya sólo tienen memoria? El egoísmo, como un polvo invisible, se posa en todas las superficies.

Pero aún resta un tercer grupo, tal vez secreto, tal vez silencioso. Son los jóvenes que, sin renunciar al esfuerzo, conservan intacta el alma. Los que agradecen, los que ayudan, los que aman no por mandato sino por educación. En ellos, todavía resuena -como un eco antiguo- aquella enseñanza que alguna vez fue sagrada: “Amarás al prójimo como a ti mismo”.

Por Beatriz del Alba