En torno a 2.500 años atrás en la historia, en la Grecia clásica se registra un singular fenómeno. Una forma de autogobierno que tendría un largo, sinuoso e intermitente recorrido: la democracia. Si bien representaban un formidable salto cualitativo respecto a cualquier otra forma de gobierno, aquellas democracias primigenias lejos estaban de utopía alguna. Debían sobrellevar cáusticas fricciones, propias de debates tan poco estructurados como horizontales y apasionados. Es que asumían seriamente la responsabilidad de regir sus destinos. Se hacía entonces esencial dar con caminos para encauzar la participación ciudadana. El producto fue lo que hoy denominamos instituciones, tales como cuerpos consultivos, magistrados, además del voto, etc. Las instituciones daban normas y reglas en base a las cuales proceder, liberando de la sombra de la arbitrariedad a cualquier tarea de gobierno. Por la existencia de tales instituciones los hombres se convertían en isotes (ciudadanos iguales entre sí), una condición que derivó en una inédita estructura e interacción social. Sin las instituciones que fueron erigiendo, la democracia indefectiblemente hubiese concluido como un fallido procedimiento. En no pocas ocasiones, las divergencias personales llegaban a entorpecer y hasta a frenar la vida pública, con frecuentes episodios sangrientos. Para extraer del protagonismo público a figuras relevantes pero nocivas idearon otra institución, ajena a los principios democráticos actuales. Se trataba del ostracismo; se realizaba una votación ad hoc para que dicha persona fuese desterrada por una generosa cantidad de años. Pese a todo, no había paz espontánea entre contendientes y facciones, sino sólo cuando todos se sometían a las instituciones, y así los conflictos iban decreciendo. Eran los períodos en que Grecia arribaba a épocas de esplendor en todo sentido (comercial, edilicia, literatura, filosofía, etc.). La República Romana aportó, con sus instituciones, métodos de contrapeso y participación, como otro paso clave en la historia.


El eminente Aristóteles abordó el tema de los conflictos en democracia. Consideraba a la sociedad como un tejido tan etéreo como complejo. Una red de interrelaciones, conexiones y vínculos que posibilitaba la existencia de una comunidad civilizada. A la colisión de intereses que llega a rasgar dicho tejido político y social, le llamó "Stasis". Era una palabra temida y hasta aborrecida, porque significaba que las instituciones caían, perdiendo así los ciudadanos su categoría, para retornar a un estado casi salvaje en que todos caían a una condición subordinada al caos. Lo contrario de la Stasis era la Homonoia, la coincidencia de ánimos, aunque no necesariamente un alineamiento de ideas y posiciones, más bien un respeto cordial. En el ciclo electoral que Argentina transcurre, con el protagonismo de cada cual en su voto, esta evocación a nuestros orígenes cívicos tal vez sea oportuna para convocar reflexiones en torno a qué nos hizo y nos hace ciudadanos.