
El problema para la niña comenzó cuando tenía 11 años. Entonces su papá (un albañil que ahora tiene 43 años) comenzó a tocarla por debajo de la ropa y repetir esos manoseos cuando la sentaba en sus faldas, cada vez que estaban solos. Ocurrió dos o tres veces por semana y con un aumento en la intensidad de las maniobras que no llegaron a la violación, pero que dejaron un daño psíquico importante en la víctima, al punto de que cuando tuvo 16 años no pudo más. Una noche su mamá la vio levantarse repentinamente de la cama y correr hacia la parte delantera, hasta la casa de su abuela, en Pocito, donde estalló en lágrimas en los brazos de su tía. ‘No aguanto más’, le dijo a su tía y a su mamá que la había seguido, sorprendida.
Fue en ese momento traumático que la jovencita le contó a su mamá las cosas que le hacía su papá, desde que tenía 11 años. ‘Son todas mentiras, dice eso porque no la dejo salir’, respondió su papá cuando lo interrogaron. Y enseguida armó un bolso con sus cosas, abandonó la casa y se fue hasta la de su mamá.
Más tarde, según su mujer, insistió en ver a sus hijos y fue en uno de esos cruces que le confesó: ‘Lo que le hice a G. (se preserva la identidad de la víctima) no fue un error, fue horror, tenía razón tu mamá cuando decía que tenía la mente sucia’.
El 11 de noviembre de 2015 fue denunciado y quedó preso. Y ahora llegó a juicio, tan complicado por las pruebas, que a través de su defensor, Fernando Pi Martínez, acordó con la fiscal Leticia Ferrón de Rago un juicio abreviado en lugar de uno común. En ese acuerdo admitió pagar con 8 años de cárcel por el delito de corrupción de menores agravada por el vínculo, pero ayer el juez Ernesto Kerman (Sala II, Cámara Penal) consideró que ese delito no se configuró y sí un grave ultraje sexual, también agravado, por las circunstancias en que ocurrió y el tiempo que se prolongó. Igual, lo condenó a 8 años.