En los primeros castings nadie le prestaba atención: apenas una mujer multiracial de Los Ángeles apasionada por el arte, la cultura, la moda, pero no más.

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O acaso, también, demasiado: las personas que manejaban esos castings no buscaban salirse de la norma sino reproducir lo que entendían que funcionaba -lo que les habían enseñado que funcionaba, lo que otros habían reproducido tantas veces que era imposible no pensar que funcionaba-.

Paloma Elsesser llegó a esos primeros castings sin confianza y no salió diferente. Estudiaba literatura y psicología en la New School de Nueva York y si se acercó a agencias de modelos no fue por gusto propio (“el modelaje nunca estuvo en mi radar; en el mejor de los casos, pensé que tal vez podría hacer un trabajo de celebridad”, dice) sino por recomendación de Steve Dance, un amigo y estilista australiano. Pero no resultó: “Todos dijeron que no cuando entré, porque no sabía qué ponerme. Nunca había aprendido a moverme frente a una cámara”.

Hoy sin embargo ya nadie piensa que Paloma no sabe moverse frente a una cámara ni elige mal qué ponerse. Hoy en cambio es la modelo que acaba de salir en la última tapa de Vogue y todos la quieren cerca, pero aunque parece moverse en el mundo de la moda, su mensaje corresponde a un estadío superior en la escala de tendencias: el fenómeno de Paloma se parece menos a una moda que a una revolución.