Catherina llega en su bicicleta, la deja en la vereda, entra apresurada y se acomoda en una de las sillas plásticas. A su lado está Mariano, afinando su violín, y un poco más lejos Martina hace anotaciones en un cuaderno que sacó de una mochila llena de tierra. El profe Nahuel les da la bienvenida y comienza una nueva clase. 

Es una mañana alegre en la Escuela de Música Maestro Carlos Silva, fundada hace menos de un año en Santa Rosa, la villa cabecera de 25 de Mayo, distante a unos 40 kilómetros de Capital.

Al salón, ubicado sobre una calle de tierra, le falta un baño, pintura en el techo y otros lujos, pero en el aire sobra respeto, afecto y talento. Nahuel Vera tiene 26 años y es el alma detrás del proyecto. Con algo de timidez, se para delante de la pizarra, respira hondo mientras clava la mirada en los alumnos y no puede contener la emoción. Le cuesta creer que enfrente tiene a más de 15 chicos dispuestos a crecer musicalmente bajo su tutela, si hace meses era sólo un desvelo loco de noches en las que su imaginación volaba. Hoy, después de varios dolores de cabeza y excesivos esfuerzos, es una realidad y él explota de satisfacción porque además siente que está cumpliendo su objetivo primordial: contener bajo el escudo de la música a los chicos del pueblo.

Humildad y perseverancia, son dos de las virtudes de Nahuel Vera.

El camino no fue para nada fácil. Ni de la noche a la mañana, ni con tintes mágicos. Nahuel recuerda como si hubiese sido ayer aquella tarde en la que se propuso hacer real su sueño, allá por julio del año pasado. Después de varias gestiones truncas con gente del municipio, decidió largarse solo y ese día salió a golpear puertas.

Su voluntad y la solidaridad de los vecinos fueron los cimientos que formaron la base para que hoy unos 40 alumnos de entre 6 y 19 años, edad en la que los flagelos están a la orden del día, puedan aprender música. 

Nahuel se crió en una familia numerosa a la que nunca le sobró nada. Tercer hijo de cinco de un empleado municipal y una ama de casa, admite que alguna vez no tuvieron para comprarle zapatillas, pero eso no le impide recordar con nostalgia su infancia, marcada por el fútbol callejero y los buenos amigos. La chispa musical la tuvo guardada en el placard hasta los 17, cuando por primera vez tuvo en sus manos una guitarra. "Era de mi papá, estaba por ahí tirada y se la saqué. Era re vieja, daba pena verla, pero con esa tocaba, tenía un cancionero en mi casa con las notas marcadas. Ahí me ponía a practicar", cuenta.

Aspecto social. Después de un ensayo, disfrutando una gaseosa con los alumnos en la plaza.

Él dice que fue una especie de amor a primera vista, porque le agarró el gusto al mundo de los acordes y las pistas y no lo soltó más, pese a las piedras en el camino. La de mayor tamaño fue justamente la imposibilidad de instruirse en su pueblo, motivo que lo impulsó a fundar la escuela. "En un tiempo desde el municipio daban talleres de guitarra pero después eso desapareció, no perduró. Yo sentía que tenía oído y ganas, pero sabía que tenía que instruirme con alguien que supiera y acá no tenía esa posibilidad", dice, recordando con angustia esa etapa.

Sin embargo, nada frenó sus ganas de formarse y con mucho esfuerzo empezó a viajar a Caucete a tomar clases en un instituto. Y si no podía ir se quedaba a "intrusear", como él dice, cual autodidacta perseverante. 

Y una vez que le agarró la mano a la guitarra, quiso ir por más y puso los ojos en otro instrumento. El muchacho recuerda entre risas cuando compró su primer violín, a un chico que contactó por Facebook. El encuentro fue en la Plaza Laprida y le entregó todo lo que tenía, menos el dinero para pagar el colectivo de regreso a Santa Rosa. "Entregué mil pesos y un celular, era lo único que tenía. Me quedé sin plata y sin celular pero era lo que quería", se ríe. Gran decepción se llevó cuando llegó con su flamante instrumento al instituto y le borraron la sonrisa al explicarle que no era el indicado para su 1,65 metro de estatura. Hoy, larga carcajadas y argumenta con definiciones técnicas el porqué de ese desacierto. Es que ese chico novato que titubeaba cuando tenía el arco en la mano ahora es todo un experimentado. Y mucho de eso le debe a la mexicana Nadia Sánchez Rosales, luthier casada con un sanjuanino que tiene un taller en Zonda. "Ella me ha ayudado mucho, cuando se enteró lo de la escuela me pagó para que tomara clases con un profesor de la Orquesta Sinfónica", sostiene y comenta que la luthier además le donó dos violines para la escuela y arregló gratis dos más que él tenía en desuso.

Agradecido. El fundador de la escuela junto a la luthier Nadia Sánchez Rosales. Ella le dio una mano muy grande.

Con esos 4 instrumentos, el día lunes 18 de noviembre la escuela tuvo su bautismo con un puñado de niños. La clase fue en una sala que tiene la casa de Gladys Del Valle Otiñano, una vecina comprometida con la cultura del departamento.

A darlo todo. "Así tenga uno o cien, yo siempre doy todo de mí en las clases", afirma Nahuel.

Nahuel recuerda aquel día y se le iluminan los ojos. Ese debut fue una inyección de adrenalina, tanto para él como para todos los que lo apoyaban. El envión sirvió para sumar fuerzas para recaudar fondos, sumamente necesarios para equipar el proyecto. 

Al joven se le entrecruzan las fechas con los actos benéficos. Es que fue tanto lo que se hizo que se confunde y admite que seguramente se olvida de alguno. Hicieron rifas, organizaron un campeonato de fútbol-tenis, vendieron pollos asados donados por el comerciante local Roberto García y hasta el chef nuevejulino Jorge Zamora le preparó una paella a cambio de una función de violín en el cumpleaños de 15 de su hija.

Éxito. Los vecinos colaboraron con la compra de paella que hicieron en el playón de la Parroquia departamental.

El dinero de la venta de porciones más todo lo otro recaudado sirvió para adquirir progresivamente nuevos instrumentos y mobiliario. "Lo último que compramos fueron dos violines nuevos y cuatro atriles. Y mandamos a hacer a una carpintería 10 banquitos para que los chicos toquen con mayor comodidad", cuenta, haciendo hincapié en que por primera vez pudieron adquirir violines no usados.

Además de instrumental, la escuela sumó con el correr de los meses clases de guitarra, piano, canto y batería, cada disciplina con un profesor particular. El arancel mensual de $400 que abonan sólo aquellos que pueden, va destinado al pozo común para los gastos de traslado de los profesores (tres son cauceteros) y la compra de nuevos instrumentos. Y parte también para poder ocupar el salón al que se mudaron en julio, que en realidad es la ampliación de una casa, cuyo dueño a cambio sólo les pide que abonen la boleta de luz del domicilio.

Multifunción. La escuela ahora cuenta con una variedad de disciplinas.

"Yo quise crear esto con la idea de que perdure. Formar algo que el día de mañana, cuando yo no esté, siga funcionando. Que sea para el pueblo. Mi sueño ahora es armar una orquesta popular", afirma Nahuel, que en agosto pasado sufrió un golpe muy duro con la muerte de su madre, Juanita Azcurra, una mujer muy querida y respetada en el pueblo que partió con 58 años a causa de un ACV.

Dolor. El joven junto a su madre, Juanita Azcurra. Ella estuvo a su lado en cada paso que dio para fundar la escuela.

Fue una trompada muy fuerte pero Nahuel sigue firme con su sueño. "Se cierren las puertas que se cierren yo voy a seguir. Es lo que siempre les inculco a los chicos, que nunca dejen en manos de otros su sueño, que si está en sus manos que se esfuercen y lo cumplan, que se superen día a día", dice.

Juntos. La pandemia del coronavirus complicó las cosas, pero juntos tiran para adelante.

La clase ha terminado. Los chicos se han ido. Nahuel cierra la puerta y parte caminando hacia su casa, con la mochila colgada en un hombro. Además de papeles, marcadores y los auriculares, lleva allí el regocijo de una vez más haber regado las semillas que algún día espera ver florecer.